Un día de luminosa locura, de beatífica paz, de eucarística mansedumbre, de silencio conventual y de mirífica religiosidad, tomé, con exquisita suavidad, mi obsoleta y raida vestimenta de peregrino, y pretendí, amada de todos los tiempos, de todas las circunstancias y de todas mis vicisitudes y flaquezas, emprender un largo viaje que me llevaría a los más recónditos e ignorados lugares de la tierra, y que concluiría con el hallazgo, en una remota aldea cuyo nombre nunca indagué, como tampoco su exacta o aproximada ubicación, del Santo Grial
¿Qué me llevó hasta allí, renunciando al encanto de tu melodiosa voz, a la ternura sin límites de tu regazo, a la frescura temblorosa de tus labios, a la suavidad imantada de tu dúctil cabellera, al brillo deslumbrante de tus ojos y al aroma hechizante de tu cuerpo todo? ¡Ay, amada! En mi locura fascinante quería sorber vino en la sagrada copa donde Jesús, El Hijo del Hombre, brindó por última vez con sus discípulos, uno de los cuales, Judas Iscariote, lo entregó a sus enemigos por treinta miserables monedas. Y lo hice, ¿sabes? y con el vino que libé se abrió para mí toda la sabiduría del mundo y mi espiritualidad recibió el don de la abundancia y dejé de ser débil y comprendí que para acceder a la felicidad sin fronteras ni barreras hipócritas tenía que regar cada día, con agua pura de manantial, las flores de mi locura.