Juan Ramón Jiménez, el poeta andaluz cansado de su nombre, sentenció en su inmortal elegía lírica Platero y yo, que al asno malo deberían llamarlo hombre y al hombre bueno deberían llamarlo asno.
Cierto, bien mío.
Pero también es verdad que el hombre bueno debería ser llamado perro y el perro malo, por consiguiente, hombre.
¿Me equivoco, luz de mi recóndita covacha que sólo tú y yo conocemos?
El perro es fiel y cariñoso con su amo y, amaestrado, guía al ciego, le da de beber al sediento, encuentra a la persona perdida y brinda protección contra el hampa.
Entonces, bien mío, ¿por qué se llama perro a la persona desleal, perversa y siniestra?
La historia reciente y pasada muestra testimonios fehacientes de perros que, en aras de fa lealtad al amo, han sacrificado su vida en una espera vana en el cementerio donde yacen sus restos o en el terminal del tren donde cada día lo esperaba.
Allí han muerto, vida mía, sin consumir alimento, con una tristeza conmovedora esperando al amo que no volvería a ver.
¡Así de ingratos somos los hombres, bien mío, y retribuimos la bondad y la lealtad con ingratitud!
¿Verdad que sí?