No pretendo amarte
al precio del azafrán,
ni subir el euribor de tu falda,
ni bucear en el Sena
de tus senos.
Me parecen milagrosos
los bicúspides de tus maxilares
capaces de masticar
la luna como un chicle.
Tus dientes tan blancos
como bélica tu boca,
gavilán de esponja
que busca paloma de espuma.
Miro tus ojos diesel,
aceitosos, ístmicos,
petroleados por las niñas,
grandes como pozos árabes.
Tus cejas, alas de gaviota,
tus pestañas llameantes,
largas, presumidas,
tan peinadas como el trigo.
No quiero aguarte el rimel,
ni robarte el carmín de tus labios
como un ladrón de beso blanco.
Te olfateo, medusa,
como un perro marino,
el olor a ola impune,
a mar desabrido
a bosque hondo,
a tierra preñada por la lluvia,
naranjo en flor,
azahar entre todas las mujeres.
Tu pelo es corcel negro,
carbón en hebras,
larga cabellera
que florece en la noche
y que luce en el día
su oscuridad invicta.
No pretendo obviar tu pubis,
tan al raso,
tan de fina hierba,
ni tu ombligo plurilingüe,
impoluto, versallesco,
capaz de hacer caer
el imperio Carolingio.
Me gustas así, al sur del viento,
retocada por un sol inverosímil,
piel sin mácula,
de vestal en su papel,
imposible de calcar.
Me exceden tus acentos
tan de Fidias por las ingles,
venusianos por sus nalgas,
por su sugerida desnudez
cuando andas o galopas.
Me quemaría como Troya
sobre tus crines,
o como Roma
bajo tu vientre
porque tú eres música
sin pentagramas,
pura lira para tocarla
mientras arden
todas las ciudades del mundo.
Tocarte para morir en ti
como el río en su océano:
esa es mi pretensión.