No te imaginas, bien mío, cuánta admiración siento por la luciérnaga, ese diminuto animal volador que no necesita de luz ajena para brillar y guiarse en la obscuridad de la noche.
No te imaginas, bien mío, cuánta repulsa siento por quienes necesitan del fulgor de la luciérnaga para abrirse caminos a plena luz del día y tener figuración pública.
Tú los conoces.
¡Son tan ignorantes y se las dan de eruditos!
¡Cómo abundan en la fauna política!
Aunque no lo creas, bien mío, las circunstancias existenciales me han obligado a ser luciérnaga para muchos mediocres.