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Reclamando propias, las juntas de las baldosas,
se derriten los relojes estancados en media noche;
suicidas se escurren, pierden el hábito, y ruegan
dejar de vivir por siempre aquejados; penitentes,
suplican que los quebrantos del cielo
sigan su curso eterno, y que se vuelva así
perceptible su llanto en tu oído.
Son como gotas, titilantes y sin calma,
que embarazan las nubes; son, como cuando ellas
se descubren arañando los cristales.
Murmuran, unas y otras, en su infinito descenso,
canciones de niños, de patio de colegio
hastiado de los charcos, que busca el consuelo
entre las decapitadas hojas, que inertes,
reciben el peso y la ruina de los pasos,
que dejaron de ser inocentes.
Murmuran, unas y otras, al fusionarse,
elevando sus voces atroces, telarañas de ansiosas luces
que lanzan rompiendo el cielo, mi cielo, mi tiempo;
mas no tu cielo, ni tu tiempo, que sigue en calma,
reposando en los brazos de Morfeo.
Y se que ni siquiera allí te encuentro,
porque ni me puedes, ni te puedo,
porque también tus relojes conocieron,
tal vez a hora distinta, tal vez
en distinto tiempo, el desgarrado verbo
que silente se deja en las pupilas del otro,
en sus manos, a sus pies, y en el hueco de su regazo.