Enfundada en mi traje preferido.
Segura de que firmaría un Pacto Eterno con la Libertad.
La noche anterior había colocado mi corazón en el freezer.
Doce horas serían suficientes.
Lo necesitaba congelado y contraído.
Durante la noche percibí mi sangre incolora, como el agua.
Tener mi órgano vital congelándose determinó que no padeciera taquicardia.
Pasé una noche muy relajada. Ritmo lento pero agradable.
Me dormí serena, hundida en una nube.
No tener corazón me tornaba aún más grácil.
Desperté dos horas antes de lo previsto.
Tendría mucho tiempo para arreglar mi cabello, mi maquillaje e introducir mi órgano congelado en el centro de mi pecho.
No me costó colocarlo, fue fácil acomodarlo en su lugar.
Comenzó a latir y me sentí fuerte.
Entera y radiante.
Sobre la hora subí a mi auto.
Mañana de 30º. Pero tuve que prender la calefacción. El corazón lo pedía.
Todo mi cuerpo estaba frío.
Mi ánimo, imperturbable.
Mi actitud, serena.
Llegué al recinto con antelación.
Ya estaba él.
Fue como mirar a un vecino, a un desconocido.
Me preguntó: “Estás segura?”.
“Totalmente”, respondí sólo con mi mirada.
Mientras aguardaba fui a retocar mi maquillaje. Mis labios más colorados que nunca. Las pestañas más arqueadas y voluminosas.
Mi perfumero carmesí me convirtió en una azucena.
Me llamaron.
Estaba lista.
Segura, pisando fuerte.
En el cubículo se respiraba libertad.
Dejamos nuestras rúbricas.
Bifurcación definitoria.
Mi corazón, nuevamente cálido, latía en paz.