Antes de que el sol despertara a los gallos, atravesábamos el barrio costero de humildes casas, alertando a los centinelas que salían a nuestro paso, rodeándonos y profiriendo ladridos atemorizadores. Allí se imponían gritos y gestos amenazantes para que nos permitieran llegar hasta la orilla. De entre los pastos surgían patos y gallinas con sus proles.
Detrás de los cercos se oían las voces, de quienes pronto empezarían su jornada. Era el hábitat de trabajadores del río, pescadores, areneros, changadores de barraca, albañiles y las lavanderas de las casas de ricos, que aprovechaban las piedras de la orilla, para blanquear la ropa enjabonada, exponiéndola al sol.
Bajo el puente algunos probaban suerte con aparejos, que en ocasiones quedaban enredados, entre piedras, ramas o restos materiales de la construcción del puente. Con suerte algunos bagres completarían la dieta familiar.
Equilibrar bultos y personas en el bote era tarea de “Don Patrón”.
-Usté, siéntese aquí. -A ver, ponga eso allí.
La embarcación se balanceaba, temía caer al agua, por lo que luego de ubicarme, trataba de permanecer inmóvil, hasta que ya en marcha, se estabilizaba. Casi en silencio los remos comenzaban a sacar el bote de la orilla, y en aguas profundas, se encendía el motor.
Enfilando hacia el oeste quedaba atrás el paisaje de la ciudad, se ensanchaba el río y comenzaban a divisarse, distintos tonos de verde del monte ribereño. En alguna playita, el fogón encendido y la embarcación, denunciaban la presencia de pescadores o montaraces. Achicaba los ojos tratando de percibir algo más, lo que me resultaba imposible, dada la lejanía de la orilla.
El cruce con otra embarcación despertaba comentarios, a la vez que algún cambio de palabras.
-¿Cómo estuvo esa pesca?
- ¡Que le vaya bien!
-Gracias, igualmente.
Generalmente eran pescadores, que luego recorrerían las calles de la ciudad, llevándolos colgados en una caña, sobre el hombro y, ofreciendo la mercancía a viva voz, para que las “doñas” salieran a comprarle.
¡Hay bagre! ¡Hay, baaagre!
¡Tengo dorado! ¡Aproveche! ¡Están fresquitos!
Y repetían una y otra vez.
Otros los llevaban colgando del manubrio de la bicicleta, mientras caminaban pregonándolos.
El sol ascendía, el río cambiaba su color, las aguas adquirían brillo y reflejos dorados.
No quería pensar en el viejo, pero por más que me lo propusiera, allí estaba. A veces me parecía verlo al costado del bote. Se nos adelantaba y nos espiaba. Podía percibirlo, sus ojos burlones y la larga cabellera pegada al rostro.
Cuando llegábamos a la isla se apagaba el motor y lentamente con los remos, se aproximaba el bote a la orilla.
La playa estaba dibujada con las pisadas de los habitantes de la isla. Las observaba intentando descifrar a quien pertenecían. Iban y venían hacia el agua. Quizás estuvieran las pisadas del viejo.
Bajábamos y dejábamos los bultos sobre la playa. Luego nos encaminábamos hacia la vivienda cargando las pertenencias. Estaba ubicada en un claro, sobre tanques, a la manera de los palafitos. A su alrededor muy limpio. Cuando todo estaba dispuesto, me acostaba a leer un rato, bajo el mosquitero, ¡todo un lujo!, considerando la precariedad de la habitación.
Antes del mediodía disfrutábamos del baño refrescante en el río y construía castillos de arena con caparazones de caracoles y cucharas nacaradas, piedras y ramas, que oficiaban de árboles y bosques. Contaba con una gran variedad de verdes y de rojos. ¡Qué imaginación! Príncipes, princesas y monstruos los habitaban, hasta que el agua los derrumbaba. Tal vez el viejo los rompía a la hora de la siesta.
Cuando me cansaba de jugar, intentaba pescar con los mojarreros o el medio mundo.
¡Qué alegría cuando se prendían mojarras plateadas y grandes! Aún sabiendo que no me producirían daño, no me atrevía a quitarlas del anzuelo; lo cual hacía la madrina. Las saboreaba, antes de que ella las fritara. ¡Bien crocantes!, con sal y limón. Las ponía entre el pan. ¡Quien pudiera degustarlas ahora!
En esos momentos no me acordaba del viejo, que aparecía cuando pasaba largo rato en silencio.
Entonces dejaba todo y salía corriendo hacia la madrina, que seguramente trajinaba con la cocina, y la limpieza.
Barría con escoba de palmas y juntaba lo que servía para el fuego.
Evitaba juntar las espinas que no se debían quemar, porque seguramente traería la mala suerte a los pescadores. No recuerdo lo que hacía con ellas.
El patio que rodeaba la vivienda estaba prolijamente ordenado. Seguramente el hábito de la limpieza era una cualidad de “Don Patrón” y la garantía de poder controlar el avance de alguna “bicha” como las llamaba él.
El día transcurría lento como suelen pasar las horas en verano. La hamaca bajo los árboles me ofrecía la posibilidad de observar los pájaros e identificarlos por sus trinos. ¡Qué maravilla! ¡Cuánta variedad podía apreciar desde mi lugar! ¡Qué maravilla el cardenal del copete azul! No me había imaginado que existía. Las chicharras bochincheras no tenían descanso, las buscaba entre las ramas y lograba ver cómo vibraban sus alitas.
Después de la siesta bajábamos a la playa, a veces solitaria y en ocasiones, en compañía de familias que llegaban, con la intención de pescar o movilizarse a cazar, sabiendo que allí encontraban gente conocedora y sobre todo servicial.
En el arenoso suelo de la isla se cultivaban boniatos, zapallos, sandías y choclos que mejoraban la economía familiar y eran obsequiados por el isleño a quienes lo visitaban. No obstante el trato con el medio, era sumamente respetuoso. Sólo una vez, tuve la oportunidad de “entrar” algo más, en la isla, precisamente para acompañar a “la madrina” a recoger algunas verduras. Me paralizó el grito: -¡Por ahí no! Con desconcierto miré y no vi nada que me explicara aquél grito.
Entonces, me indicó con su índice.
-Ve, son los nidos de la palomita de la virgen. No los vaya a pisar, ¡están empollando!
Mi asombro fue tremendo; por todos lados, bajo el monte que techaba el suelo, levantaron vuelo las pequeñas palomas grises.
-¡No se preocupe!, ya van a volver. Lo acompañó con la indicación: -Camine por el camino
Aquella imagen del suelo sembrado de nidos con tres o cuatro huevitos y las aves volando, fue una imagen que grabé a perpetuidad. Continúa.