CONTINUACIÓN: La isla no era para mí, un lugar demasiado placentero. Me gustaba a la vez que me producía temores.
El viejo podría estar tras los sarandíes, o en el monte, o tal vez en el río. Tenía la sospecha de que podría aparecer en cualquier momento. Este pensamiento sólo me pertenecía. Jamás lo participé, porque si lo hacía, quizás, no me llevaran más.
Al atardecer mi madrina y yo, volvíamos a la playa con los perezosos reclinables y la merienda, charlábamos de diversos temas, observábamos cómo saltaban algunos peces y ella me explicaba, que era porque otro más grande los quería comer.
Yo pensaba: “es el viejo, que anda ahí”. Calculábamos cuánto tiempo estaría nadando bajo el agua el biguá, y lo medíamos con el reloj pulsera y el ¡ahora!
Desde los árboles costeros volaban hacia el río, los “Martín pescador” y con la precisión que les es propia, tocaban el agua y levantaban el vuelo con un pez en el pico.
Mientras tanto, “Don Patrón” se alejaba de la costa, recorriendo el espinel.
Sólo nos perturbaban los insectos, tábanos, jejenes, y mosquitos que nos hacían abandonar la playa. Si algún tábano nos picaba utilizábamos barro fresco como bálsamo, lo que no significaba que el dolor despareciera. En cuanto a los mosquitos, sólo huir y ahuyentarlos con el humo, de la “leña petiza”. Nunca vi vacas en la isla, pero seguro que habría, porque leche y “leña petiza”, sólo podían ser producidos por alguna vaca.
Al llegar la noche, cenábamos algún guiso con pollo o pato criados en la isla, o pescado acompañado con boniatos, choclos asados, y como postre, frutas.
Luego, la madrina picaba ajos y los distribuía alrededor de la casilla, sobre tapitas de botellas. Yo pensaba que era algo mágico. Ella se reía cuando le preguntaba, pero no me daba explicaciones. Mucho tiempo después, me dijo, que era para que no se acercaran las víboras. Sabía muy bien que si me lo hubiera dicho, me iba a ser muy difícil el dormir.
Los sonidos provenientes del monte y el chasquido de los peces grandes, me desvelaban. Entonces llegaba la invitación para rezar y en algún Ave María, seguro que me quedaba dormido. Además, “Don Patrón” dormía en la hamaca o en un catre de lona, teniendo como techo las estrellas. “Seguro que el viejo, no se atrevería a acercarse”
Se quedaba despierto, fumando tabaco y bebiendo su vinito. Quizás en él también anidara un viejo, que no le permitía dormirse. Un viejo atento a los descuidos, de quienes andan por el río e islas de su propiedad. Aquél que les arrebató a Pedrito, cuando apenas tenía quince años y jugaba con sus compañeros de clase, para despedirse del año lectivo, un domingo de elecciones.
Es un viejo eterno, tan viejo como el mismo río, duerme en el lecho barroso y se despierta cada tanto, para conseguir a alguien que lo acompañe unas horas, o días. El mismo viejo lo atrapó a “Don Patrón”, al que le fue imposible escapar, y se lo llevó según dicen, luego de que éste le planteara pelea.
Han pasado muchos años desde aquellos viajes a la isla, el río corre siempre hacia el oeste. Veo cómo cambia su caudal en las crecidas y el estiaje, a veces manso, otras bravío. He visto cómo juegan los niños y adolescentes, a los yates que lo navegan y a aquellos que tratan de robarle algunos peces al viejo.
Para ellos, el viejo no ha existido, ni existe, quizás alguien pueda explicarme, por qué ha estado presente en mi pensamiento durante tantos años. Aunque creo… que lo sé.
La última vez que lo vi estaba detrás de un ceibo en flor, cercano al pitanguero, que me convocaba con el rojo brillante de las frutas, sólo que esa vez, me guiñó un ojo y sin saber cómo, desapareció.
La sombra me hacía sentir cómoda y continué saboreando, las pequeñas y jugosas frutas. El movimiento de las ramas de los sauces llorones me decía, que por allí se fue, tal vez a buscar a alguien con quien jugar.
Estoy muy cerca de realizar el viaje, muchas veces pospuesto hacia la isla. Será diferente a los viajes de mi niñez, aunque seguramente aparezca el viejo y reviva con él, viejas sensaciones. FIN