Ana está embarazada de ocho meses y medio. Siempre fue delgada y menuda. Lo sigue siendo, a excepción de esa pancita simpática. Salió a caminar. A pocas cuadras de su casa creyó que veía visiones, imaginaba a una cigüeña. Continuó, avanzando lentamente, pero fue el ave la que se acercó a ella. Simpática, se presentó: “Hola Ana, hacemos un trato?”. Mi amiga, perpleja. “Si te cortás el cabello hermoso, rubio y lacio que tenés y me lo regalás para hacerme una peluca, prometo llegar una semana antes, te traeré a Francisca, que será sana y hermosa”.
Feliz, aceptó la propuesta. Firmaron el contrato y fueron a una peluquería. La joven estaba tan ensimismada al punto de no darse cuenta de cómo su cabello, que le pasaba su cintura, quedaba reducido a un hermoso carre por encima del hombro. La cigüeña, radiante con su flamante adquisición le dijo que volvería en siete días.
Ana llegó a su casa. Exultante. Leyó un buen rato, trabajó desde su computadora y cuando se cercaba la hora de la entrevista fue a ducharse. El atuendo preparado sobre la cama, elegante, clásico, con accesorios perfectos. Cuando salía de la habitación se miró en su espejo grande, de cuerpo entero. Y su rictus se transformó al ver su rostro, se largó a llorar ¡extrañaba su clásica cabellera larga, dorada!
Fue dichosa cuando la cigüeña trajo a Francisca. Embelesada con su hija, no alcanzó a saludar a la cigüeña porque ésta tenía que recorrer el resto de la clínica. Pero sí vio la figura perfecta de un ave elegante con un cabello increíblemente envidiable.