Las hojas caen.
Los árboles se desnudan de recuerdos.
Las cartas amarillas
se vuelan por las calles
y se arremolinan en las esquinas
desiertas.
El frío va trepando
por los troncos agrietados
del alma.
Las nubes temblorosas
oscurecen las ventanas
de sus ojos.
Se empapan de llovizna gris
y sol escondido.
Se escapan como las aves
acurrucadas en sus nidos.
Y las hojas caen.
En el silencio de la vereda rota
muere la primavera
en gotas de olvido.
Se seca el amor
y la pluma del poeta
comienza a escribir nostalgias
en el aire vaporoso de la alcoba.
Si al menos tuviera sol.
Si al menos una lágrima de tinta
entibiara sus manos ásperas
de otoños ausentes
y estancos,
de amores vencidos
por el tiempo que nunca avanza,
por las horas que
todo se llevan.
Las mañanas reptan por los techos,
gélidas las chapas
y el corazón.
La vida se transforma
en un anciano
de paso lento y cansino.
Las flores se cierran,
enmudecen,
se duermen entre la hierba
susurrante de anhelos
y amarilla de inclemencia
del frío que la invade.
Y solitario al atardecer,
con la mente nublada de sueños,
sus pies hacen ecos al caminar,
llorando de soledad
al pasar por la vieja esquina,
donde el remolino dorado lo recibe,
donde el espíritu del pasado lo abraza,
recordándole que el viento ha cumplido
y aunque ya vuela su carta
nadie lo espera.