Antonio Fernández López

INDEFENSO

 

 

   Te extiendes implacable sobre mí,

inundándome de sombra cada miembro,

dibujando de noche este cuerpo que habito

hasta elevarlo a nada.

Tu presión persistente no descansa, ni afloja, ni desciende;

quiere llegar, a toda costa,

hasta la punta del aniquilamiento.

 

   Mi defensa de otoño - lo comprendo -, es poca cosa,

los pálidos acordes del bullicio

o este empeño que no ceja en combatirte

- lo comprendo -,

pueden poco frente al plomo de tu cuerpo

que sólo sabe a suelo y a cadenas.

 

   ¡Quizá si exhalo un grito,

si derramo por las calles mi impulso enloquecido,

si ausculto minucioso cada esquina

por si un muro perdido, alguna acera,

pueda toparme un drama, una angustia, un sufrimiento

y, con ellos, anule -¡tiempo amigo!- tu presencia.

 

     Pero es vano el intento.

¿Qué le pasa a mi deseo? ¿Se apaga en las tinieblas,

o es tu cómplice y se duerme cuando más lo necesito?

No veo salida alguna. La espita está cerrada a cal y canto.

Sólo escucho silencio.

 

     Tan adentro has llegado que hasta el sueño me habitas.

Te vas constituyendo en mi propia familia.  

Puedo tocar tu gusto de amargura

y me voy acostumbrando a sentirlo cercano.

Quizá, sin darme cuenta,

mañana encuentre amable tu odiosa vestimenta,

o el ritmo monocorde de tu voz envenenada.

Quizá tus ojos fríos, posados como frenos en mi aliento,

consigan reducir mi palabra incipiente.

Quizá también tus manos, sobre todo tus manos

- como garras de acero -,

logren aprisionarme a tu cuerpo metálico.

 

     No habrá entonces para mí ningún escape.

Ni mirada, ni voz, ni lengua, ni caricia,

que permitan a este empeño desvalido

eludir tu contacto de hielo, de cuchillo,

que hoy extiende su poder sobre cada molécula

de mi ser que, a todas luces, no te acepta.

 

No vislumbro otra defensa que hilar, desde la misma angustia,

un modesto ramillete de palabras,

miserables y ahogados exabruptos,

que, sin ser suficientes ni de lejos,

para contrarrestar tu pesada artillería,

puedan, sí, dejar constancia,

de que existe un enemigo de tu miedo, de tu sombra,

y que no se te rinde por completo.

Que océano, tu cuerpo, no está incólume,

que se siente tocado en la refriega

y se aprecian en sus lomos leves signos de lucha,

marcas leves, levísimos destellos, vida al fin

que, obstinada, vende cara su derrota.

   

   Terminarás venciendo - estoy seguro -, en esta guerra,

pero no como quisieras. Y, entonces, no te basta.

Yo sé que no te basta.

Sé que un simple suspiro de protesta es suficiente

para empañar de duda tu victoria.

Sé que el mínimo fracaso del éxito rotundo

puede hacer que se desplome, como un naipe,

tu potente montaña de arrogancia,

monstruo despiadado,

tu inapelable orgullo de tirano.