IRONÍA
La vi caminar por el centro de la calle, con un movimiento pendular, derivado quizás del sobrepeso de su propio cuerpo, más el de los varios bultos que traía con vaya a saber qué cosas. Además un tarro de aceite de oliva importado, le atravesaba el torso como una bandolera, sujeto con una tira de trapo.
Sabía que vivía en el campo, cerca de una estación de ferrocarril, aproximadamente a unos veinte kilómetros del pueblo, pero que se desplazaba por la ruta pidiendo el aventón. Algunas veces lograba subir al ómnibus que pasaba al mediodía por la ruta cercana, y esto provocaba gran molestia a los pasajeros. Por momentos la veía detenerse… dejaba los bultos y luego retomaba el andar. La observaba desde la ventana del lugar donde trabajaba. De pronto la vi acercarse hasta los paraísos que tenía a pocos metros, y la oí pedir a gritos a uno de los empleados de la cuadra –¿No tenés algo para sentarme? -¡No! fue la respuesta. Entonces, abandoné mi puesto de observación, busqué una silla y se la llevé. –¡Gracias!- me dijo. Nunca había estado cerca de ella y la impresión fue muy fuerte. Verla en toda su magnitud, robusta, tan desprolija, hablando sola mientras acomodaba las pertenencias a su alrededor. La dejé, pero su presencia en el bosquecillo atraía mi atención y en cuanto se retiraba el cliente, volvía a la ventana. De pronto comenzó a extraer de la lata: papas, huevos, carne, que iba introduciendo en la boca de manera compulsiva que me provocaba sentimientos y sensaciones poco agradables. Sabía que padecía una enfermedad mental y justifiqué su manera de actuar, mientras un pensamiento acudió a mi mente. ¡Qué ironía su destino! Su nombre, Azucena, alude a una bella y blanca flor, pero a ella, la vida la convirtió en ese ser maloliente al que muchos del pueblo evitaban.