Un día un ruiseñor
me sorprendió paseando,
bajo en vuelo rasante
posándose a mi lado.
Me detuve sobresaltada,
me acerqué con sigilo, casi ni respiraba
y aunque el sol me daba en la cara
pude ver una de sus alas ensangrentada.
Lo acuné entre mis manos
sin poder evitar las lágrimas,
¿qué podía hacer para remediar
el dolor de su pequeña alma?
Me senté en un ribazo,
el ruiseñor fijamente me miraba,
parecía tener en mi confianza
pero su cuerpecillo temblaba.
Saqué el pañuelo con premura
y en él con cuidado lo envolví,
parecía un poco más tranquilo
pero sus ojos seguían fijos en mi.
El camino de regreso
me pareció una eternidad,
¡me urgía curar al pequeño herido,
aquel ruiseñor de vivo colorido!
¡No temas, seguirás dando conciertos,
sobre todo por las noches,
el canto del ruiseñor
jamás esconde reproches!
Y muy pronto consiguió
sanar y remontar el vuelo
y contemplé con melancolía
como se perdía en el cielo.
¡Adiós, bello ruiseñor!,
¡tú eres música y poesía!
¡vuela con entera livertad
hasta algún recóndito lugar
perdido en la lejanía!
¡Ay! quien pudiera como tú
recuperar en la vida el rumbo perdido
y aprender de los errores cometidos.
Fina