Esa noche de copas, risas y algarabía,
entre endebles recuerdos y pisadas ausentes,
sin sentido esta vida sin rumbo,
cobró su cosecha memorias,
de pocas presencias en mente.
La vieja llave emitía su usual rechinido. Yo salía de casa como buscando alivio a mi soledad. Con un temor normal a la delincuencia caminaba con atención a todo. Hasta mi nuca poseía ojos vigilantes. Las empedradas calles y el olor de lluvia despertaron aún más mi nostalgia. Mujer que llaman “sexi” es lo que ojos varoniles me describen. En verdad no soy nada de eso. Pero, a qué mujer no le gusta escucharlo, en fin, mi ego no se deja llevar por eso.
De vuelta al bar del centro de mi ciudad, lugar de “parada” de aquellos momentos dolorosos, que todos los seres humanos tenemos en este tránsito de la vida, me encontraba así… delante la sombra, detrás el dolor, en diestra una mano tendida, y a mi izquierda tiraba de la mano sin dejarme alcanzar la paz.
Y bueno, qué mejor momento para construir amistades de azar. El olor a cigarrillo y una silueta con porte robusto llevó mi mirada. En ese momento con conversaciones nada comprometedoras empezó la dilogía…un viaje a otro mundo llamado amistad. Una fría bebida hacía entrar en “calor”. Una caminata extensa figuraba la imagen nocturna de mi ciudad. Quise comprender el porqué de esta situación; ahora sola en una fría noche estrellada, observando cuan basto es este mundo y entonces me dio por silbar.
Ese fue el llamado a un extraño suceso. Una bruma lúgubre se tomó el lugar permitiendo el paso a lo desconocido. Un camino como túnel apareció frente a mí. Caminé por ese lugar, temerosa y dudosa de desconocer mi destino. Llegué a un cementerio con tres laudes cuyos epitafios decían: Aquí yace la esencia; el otro se vislumbraba: perdiste el destino; y por último leía: murió el amor. En ese momento sentí que algo dentro de mí tenía que ver con aquella experiencia. Miré hacia atrás y vi que mi vida representada en un dolor ajeno, se había deteriorado. Recordé la enfermedad de esa persona que ayudé durante mucho tiempo, pude verme como un ser de azúcar cubierta de hielo, que con el calor que despedía mi corazón me hacía evaporar y desaparecer. Después me miraba en medio de una unión de muchos caminos, yo era el centro. Uno de ellos estaba señalado y yo tuve miedo de tomar aquel, terminé caminando por la montaña y me perdí. Y por último, me di vuelta y miré a aquel ser que ocupó ese pedacito de corazón, tomando un árbol fuerte y haciéndolo pedazos. Con hacha en sus manos, formaba una sutil figura, hermosa y delicada, y al rato la destruía. La figura era de una mujer. EL le daba forma con amor, le daba cuerpo, le ponía sonrisa, le colocaba color de vida y luego, la destruía. Lo hacía una y otra vez y me empecé a horrorizar. Quise salir de ahí pero cómo hacerlo. Corrí y corrí desesperadamente hasta no poder respirar. Perdí el conocimiento.
Desperté en un lugar extraño, era mi realidad, era el vislumbrar del fin de mi existencia asesinada por los brazos del dolor y decepción. Me preguntaba cómo salir de aquello y me respondía: “El cuento queda inconcluso esperando la parte final”.