volver a ellas; arrepentidos; exhaustos; irremediables.
Perdidos, así como la mirada
que se estrella contra la incierta
ruina de una muer.
Jugamos con fuego y nos enamoramos del infierno,
de su naturaleza; sus bacterías y su sexo;
-Su sexo que se parece al abismo-
sus mujeres, sus licores, sus dioses, sus espejos
sosteniendonos vilmente la mirada.
Jugamos y nos enamoramos del infierno
para no morir de frío. Y ardemos igual
que una fotografía que sonríe, como
si la vida fuese una fiesta.
Buscamos para huír del hermetismo,
amamos para descansar de uno mismo,
gritamos para que el silencio no nos consuma;
el miedo nos domina, naturalmente,
La memoria se compone de cosas inolvidables,
¿pero a la lluvia quien la recuerda cuando lleva gafas de sol?
Al diablo quien lo recuerda cuando se está rezando?
Recordamos por conveniencia, no por incapacidad.
Quizá el amor es fúnebre, suicida por naturaleza y uno está como imbécil
dándole respiración boca a boca, bailando con el para animarlo.
¿Qué sabemos nosotros de la vida
si jamás hemos muerto?
Nada. No sabemos nada.
Pero hay algo peor;
creemos saber.
Emergemos de las cenizas para luego,
volver a ellas; arrepentidos; exhaustos; irremediables
y la vida suena como una melodía repetida
con un estribillo comercial y absurdo
(de esos que abundan)
que, por opinión popular,
no deja de resonar en la cabeza.
Y yo, tengo un terrible dolor de cabeza
que se me está empezando a expandir
por toda el alma.