Esta narrativa corta, es el grito de los toros.
Para que llegue a muchas personas.
Y algunas se conciencien, de que el toro es
un animal como otros tantos, que hoy sufren
el maltrato de personas sin sentimientos, y carentes de amor, hacia los animales.
De Gaviota c. Romero Blandino
Estocolmo, 12-09-20007
Quisiera dejar constancia de por qué mi estancia en tierra extrajera.
Aquí en Suecia apenas luce el sol en invierno, y muchos veranos, como el de este año, el sol brilla por su ausencia.
Quizás para muchos esto no tenga nada que ver, pero para mí, que nací en Andalucía, esto es una gran tragedia.
Acostumbrado a comer pastos frescos todas las épocas del año, echado en la hierba, y dormitando bajo los fuertes rayos del sol.
Acostumbrado a meterme en las aguas tibias, y corretear por la dehesa, con otros compañeros, mientras los jinetes nos perseguían para comprobar nuestra resistencia.
Verdaderamente, es muy difícil poder acostumbrarse a esta tierra escandinava. Pero será mejor que cuente mi historia de cómo vine a parar aquí.
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Yo tuve mucha suerte: la de poder escapar de la muerte más horrible que un animal pueda tener, muy diferente fue la suerte de otros compañeros, que terminaron sus días en la arena de una plaza de toros, marcando con su sangre la tierra amarilla o albera del ruedo.
O la suerte de otros compañeros que en Tordesillas (Valladolid), España, dos días después de la fiesta religiosa del 9 de septiembre, los dejan a merced de pueblerinos y lanceros a caballo, y nos maltratan, nos martirizan, y al final nos dan muerte.
Con el único propósito de alegrar a unos cuantos, o hacer que se llenen los bolsillos de dinero, excusándose cuando dicen que los toros son una fiesta nacional o que en la fiesta, del patrón que sea, no se pueden perder esas tradiciones.
No tienen sentimientos, ni idea de que los animales sentimos y padecemos como las personas, cuando se nos somete a torturas, o maltrato, porque aunque no tengamos raciocinio sí sentimos el dolor.
Un toro fuerte y bravo pronto es elegido para llevarlo a una plaza de toros, o para usarlo en encierros, o en alguna de las barbaries que se cometen contra nosotros. Y ahí es cuando empiezan nuestros problemas.
Yo era un toro bravo, fui llevado a la Maestranza de Sevilla, ¡casi ná! Nunca podré olvidar esa tarde, el calor era sofocante; encerrado en el chiquero, oía la orquesta tocando pasodobles, y la muchedumbre, que llenaba la plaza hasta la bandera, me hizo recordar lo que aprendí en la escuela sobre los romanos que mataban a los cristianos en el Coliseo y el populacho pedía siempre más sangre.
A pesar del calor, un escalofrío recorrió todo mi lomo.
Fui el tercero en salir, a mis amigos nunca más los vi. Dos de ellos se criaron de pequeños conmigo en la misma dehesa, jugábamos siempre los tres a ver quien corría más delante de los caballistas. Cuando les fue tocando la hora de salir, se despidieron de mí, con lágrimas en los ojos, ignorando que nunca más nos volveríamos a encontrar.
Yo me porté como se esperaba de mí. Así, faena tras faena, cada cual más buena, logré que, al final, me perdonaran la vida.
Quedé agotado, triste, y muy frustrado, no sentía el dolor de las banderillas en mi lomo, ni las picas del jinete de la castora. Fue después, cuando me trasladaron de nuevo al campo, cuando empecé a sentir el dolor y el escozor de mis heridas, las cuales ni siquiera podía lamerme para aliviarlas en algo.
Dos días después, me encontraba echado cuando vi llegar un auto blanco y descendieron de él varias personas, las cuales me señalaban con el dedo, y hablaban entre ellas.
Por la noche no pude dormir, estaba inquieto y las heridas me seguían doliendo.
La tarde del día siguiente, no podía creerlo, un gran camión llegó hasta donde yo estaba, y un jinete me hizo subir a un gran cajón que portaba el camión. Mi sorpresa fue grande cuando introdujeron el cajón en un barco, y de allí me llevaron mar adentro. Salí de mis dudas cuando escuché a una pareja decir que en una semana estaríamos llegando a casa, y estaban preocupados por mí. Durante la travesía curaron mis heridas, y me hablaban con tiernos cariños, de lo cual no daban crédito mis ojos, ni mis oídos.
Por fin, según ellos, llegamos a casa.
Después de varias horas de viaje, llegamos a una hermosa casa rodeada de inmensos bosques. Yo no salía de mi asombro, pues no podía comprender qué estaba pasando.
Hasta días después no quedé bien enterado de mi nueva vida.
Vivía con otros animales, vacas, ovejas, cabras, patos y gansos, y llegó la pareja simpática que me hablaba con cariño. Dijeron que tenía que estar varios días amarrado por una pata, por miedo a que pudiera embestir. Si ellos hubieran sabido que yo podría arremeter contra ellos en un abrir y cerrar de ojos... pero yo no podía hacer una cosa así con alguien que me había salvado la vida.
Ya hace más de un año que vivo en mi nueva casa; la verdad es que soy muy feliz aquí, tengo una amiga vaca, y muchos amigos más. Como y duermo sin miedo a que un día vengan a llevarme a un coso taurino, donde terminaría mi vida sin más.
Siempre estaré agradecido a estas personas que un día, aunque me sacaron de mi hábitat pagando por mí bastante dinero, me dieron cariño como nunca antes ni yo ni mis compañeros tuvimos.
Ya soy viejo, y el reuma ataca a mis patas, pero quiero dejar esta narración antes de terminar mi vida, para que otras generaciones se conciencien de que los toros, al igual que cualquier otro animal, sentimos el dolor cuando se nos maltrata, y llegamos incluso en algunos casos a deprimirnos, entristecernos, y a morir por falta de amor, y respeto hacia nosotros.
En mis últimos días, aún recuerdo mi Andalucía querida, todavía la extraño; pero he de añadir que aquí en Suecia conocí el buen trato a los animales, cariño... y hasta respeto diría yo.
Puede que algún día, aunque yo ya no lo vea, la mayoría de las personas en España sepan amar de verdad, no sólo a los toros, sino a todo animal doméstico.
La herencia que dejo a mis gentes es que esta pequeña narración llegue a todo el mundo.
Gracias por ponerse, por un rato, en la piel del toro.