Hay un intervalo silencioso
entre las crujientes hojas y la resaca del otoño.
En el hipotético despertar intrincado
de un pensamiento mareando al aire
que se esgrime frio y espeso ,
un holograma en mi ventana
desnuda al vapor fragante en café
que tiraniza senderos vírgenes de mi habitáculo.
La monotonía pinta muebles y tejidos,
que saben de memoria mil trayectos elegidos,
conocen el talón venciendo la inercia para dar el paso,
intuyen el sentido de mi desorbitada mirada al devenir
su cauce sobre un axioma en la matemática de lo incierto.
Al extraviarme en el sosiego de los cubiertos,
en la madurez del metal que erguido florece
sobre las guerras manipulantes de lo cotidiano,
no encuentro el par en el sobrante del espacio,
y una silla no finge un cuerpo, ni se quiebra el aire
con tu garganta serena.
Dejé un mensaje buscando mi rostro,
al despertar corriendo el vaho de mi espejo,
dejé una pista al armar inconsciente, la mesa para dos.
Era armónico el latir casi imperceptible a mis oídos,
de esas paredes que crujían al paso de mi cuerpo.
Otra vez una cena en soledad consumirá la vela,
sobre la espalda de este otoño, los árboles harán el rito,
y mientras atraviese la ventana , navegaré en todas sus hojas,
secas, vestidas de lánguidas bufandas, gélidas, pero libres
para desmayarse sobre el viento.
Un cuadro en movimiento resolverá el acertijo desesperado
donde un hombre se hace escultura desde adentro hacia afuera,
atado a un recuerdo, compartiendo los fantasmas prisioneros
al untar de ausencia tanto espacio sin tus besos..