¡Oh, Sor Juana Inés de la Cruz! La loca de la casa, como llamaste a la mente, anda suelta en la autopista de la vida, en los quemantes caminos, en mi letra trastocada en versos que nadie lee, por insípidos, por banales, por alocados.
Tú, exquisita religiosa, que ruborizaste a la hipócrita sociedad de tu época con versos sensuales, atrevidos, impertinentes, no pudiste cortarle las alas a la loca de la casa. Y leíste los libros prohibidos. Y escribiste versos prohibidos (“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón) que han vencido, por gloriosos, el paso fatal del tiempo.
¡Son jóvenes tus versos! Son avanzados. Son sublimes. Son asexuales. Son audaces. ¡Loca valiente de la casa que liberaste para vencer las sombras de la hipocresía religiosa, de la hipocresía virreinal! ¿Hubieras podido, Sor Juana Inés de la Cruz, escribir tus textos poéticos, catapultados a la eternidad por irreverentes, por exactos, por universales, sin la ayuda de la loca de la casa? ¡Oh, delicada loca de la casa, sensitiva, cautivante, primorosa!