Desde este lugar tal vez pueda equivocarme:
perdí mis lentes originales,
cambió tanto el escenario; hoy museo
lo que ayer rincón de escritor y navegante.
Los chilenos me mostraron todo el paisaje
y aquella emoción perduró inalterable.
Hubo un tiempo de mayor claridad
-luz que encendió las estrellas-
para ponerlo en la más brillante.
Recuerdo el peñasco, negro,
la madera del escritorio casero y firme
aún húmeda por la marea que lo trajo a la costa,
la humedad de la pluma, donde sus versos brotan,
su colección de embarcaciones,
botellas, recuerdo miles,
las olas rompiendo cerca
haciendo espuma el acantilado y su ribera.
Isla Negra,
todavía recuerdo el escalofrío del mar revuelto,
aún mis oidos escuchan el chasquido en mis piés.
Hubo un tiempo de buscar el lugar,
hacer que el libro apareciera al andar:
una curva y después unas cuántas más,
un verso en la ruta y el mar.
Junto a la casa del poeta,
banderines indicando que Neruda anda
en su casa-rompecabezas para armar,
blanca y enhiesta
se levanta Isla Negra inundada de poesía quieta,
de carcajadas amigas bañadas de alta mar.
Desde acá,
mientras vuelvo a hojear a Don Pablo
me doy otra zambullida en sus entrañas,
aventura de imaginar donde brotaron sus letras
-que mis lentes antiguos trajeron desde su Chile-
anidando en mi retina simple,
de pisar su boliche.
Transeúnte mundano,
escritor de pacíficos ocasos,
hoy,
cual improvisado alpinista de peñasco nerudaiano,
cual compulsivo lector de tus poemas frescos,
te homenajeo desde lo alto del cerro
donde aún gritan libertad tus versos.