El amor ha comenzado a cubrirse de santo, a reclamar diezmo y a predicar la celeridad de su imposible.
Juguemos...
Querido tú:
Conoces el mar? Una vez lo vi. Preñez de agua.Parecía mujer a punto de venirse. Muslos agotados por la irrupción de la espuma. Gotas de conciencia en la gaviota de su isla. No era yo la que soñaba, era la bruma de un durmiente imaginando que el mar era de él.
Sonreí. El mar no puede ser mujer a menos que tenga de la tierra toda la furia de su bonanza. A menudo, eso no suele suceder. Somos el acantilado en donde se fugan las carnes, se destrozan y emergen, como sombras acontecidas del milagro de las barcas. Esas mismas que se abastecieron de la penúltima cena. (No odien mi herejía)
Pero no era el mar y de su hidrografía celestial de lo que quería hablarte. Era del mar y su imagen. Sin más. El mar descalzo de observadores, el mar refugiado de abstracciones, el mar. El mar cohabitando en un lado de la memoria que no conoce de mesas impregnadas con conciencias lujuriosas.
O ausentes.
El mar. No eres del mar, o tal vez, eres el mar que se hace pecera en mi garganta. Eres su orilla y yo una mano atrapando de ti, la sirena invisible de tiempos mitológicos a nosotros, y no por su etiomología, sino porque somos mito de amor y de sus múltiples vidas. Muertes tienen nuestras historias y las esconden en un lado del cuadro que miramos con el calor de una hoguera jamás extinta. O encontrada por la niebla de lo inevitable.
Ves? Era del mar, de lo único que no quería hablarte.
Pero, esto era un juego, un simple juego para recordarte sin el temor de extraviarte en mi desaveniencia con el amor y sus desesperadas analogías.
Tú, yo, el mar.
Vamos al mar para morir de sed.