-¿Qué podemos hacer al respecto?¿Acaso no hay nada que pueda hacerte sentir mejor?- decían varias personas casi al unísono. Tantas voces; que valían tan poco traicionadas por las palabras huecas que pronunciaban. Lo sabían; aún así no querían admitirlo. Nadie quería. Yo, por otro lado, todavía no entendía la magnitud de los hechos; sólo entendía el malestar, una sensación tan fuerte que se olía en el aire y casi podía saborear en mi paladar. No quería que me engañaran, ni tampoco deseaba engañar a nadie. El mundo se colapso en mi mente.
Perdí mi hogar y mi familia el tercer día de un frío mes de Agosto. Los vecinos se congregaron a ver el vergonzoso espectáculo que llevaron a cabo los conformistas. Yo estaba dormido plácidamente en mi cama cuando escuché un ruido tan fuerte que logró sacarme del sueño en el que nadaba. De un tirón fui llevado a la realidad; una realidad tan inclemente como real. Pero, desde luego que yo no entendía qué era lo que estaba ocurriendo. A la edad de 5 años sólo sentía que algo no andaba bien; y pasarían años hasta que pudiera entender qué fue lo que ocurrió aquél invierno; cuando me levanté de mi cama al escuchar un ruido estruendoso y al cabo de unos segundos lo único que escuche fueron gritos; gritos de terror. Era la voz de mi madre que gritaba <¡suéltenme!¡suéltenme!> mientras se escuchaban pasos de gigante que retumbaban por toda la casa cual tambores de guerra. Me escondí bajo mis sábanas y traté tan fuerte como pude de despertar de aquella pesadilla. Mi madre gritaba pero no podía entender lo que decía. De pronto, se me ocurrió pensar acerca de la voz que había permanecido callada en todo momento: la de mi papá. “¿Qué le pasó a papá?” me pregunté. Su voz no se había oído desde aquél ruido infernal.
De la nada, la voz de mi madre desapareció al son de que lo que pensé era una explosión. Fue un sonido muy extraño; nunca antes lo había escuchado. Después de eso, silencio; como si el mundo se hubiese quedado sin sonido, y así permaneció por algunos segundos. Luego, regresaron los gigantes. Podía escucharlos moverse por lo pasillos de la casa; ciertamente parecían apurados. Me aferré a mis mantas y procuré estar inmóvil hasta que los monstruos se fueran de mi casa. Y eso hicieron; los escuché irse marchando al unísono con los latidos de mi agitado corazón. De afuera provenían sonidos raros, parecían esos que producían mi papá cuando se reunía con mi tío y mi abuelo a charlar en el ático de la casa; solían discutir aguerridamente cosas que no entendía ni me interesaban; aunque mi padre, como una cuestión de cábala, solía apoyarse siempre en lo que “era crucial para el bien común” y repetía y repetía esa frase a mí y a mí madre cada vez que tenía la oportunidad. De afuera, el sonido de lo que parecía ser mucha gente enojada hizo que me asomara por fuera de las sábanas. Decidí abonar mi refugio cuando me di cuenta de que la casa había quedado vacía; los gigantes se había ido. Corrí a la habitación de mis padres, sólo para encontrarme con un Jackson Pollock sobre las paredes y en tres dimensiones, hecho nada más y nada menos con la carnicería de mis progenitores. Mi padre extendido sobre la cama, su sangre salpico la pared y parte del techo; la sangre chorreaba y se caía de la cama formando un charco en el suelo alfombrado. Mi madre, por otro lado, se encontraba tirada en el suelo, y parte de sus sesos regados sobre el televisor y la puerta. Me desmayé al ver el grotesco collage que había pintado los gigantes en la habitación de mis padres.
Cuando me desperté, me encontraba en brazos de mi abuelo; me estaba llevando a su casa. Hasta ese punto no sabía si todo había sido una pesadilla como cualquiera de las otras que había tenido. Sentí cierta pesadez en el aire y al mirar los ojos de mi abuelo, noté que estos estaban húmedos y colorados.Pude notar las lágrimas que caían de sus ojos. Ahí lo supe. No había sido un sueño; los gigantes existían y habían irrumpido en mi casa. Ni la puerta tocaron los maleducados.