A Milagros
PARA no turbar tu silencio místico, amada, -jTantas veces profanado por voces impuras- preferí poner a mi lengua cien cerrojos de duro metal y olvidarme –jOh, ingenuo poeta de confundida y arisca musa!- que alguna vez, hace ya muchas centurias, tuvo el don del habla.
Y aprendí de tu silencio -¡Tan elocuente y tan pleno de belleza!- el mirífico y sin término lenguaje gesticular con el que te comunicabas, mientras permanecías sumida en profunda actitud contemplativa, con los misterios arcanos de la Naturaleza, tu amiga y confidente.
Yo, de verbo tan efusivo y locuaz hasta el fastidio, cerré mis labios para siempre con sólo un gesto tuyo sin arrogancia y suplicante que expresó ¡Calla! cuando con doliente y conmovida voz te pedí agua para mi sed de amor, pan para el hambre que abatía a mi débil cuerpo y abrigo para proporcionarle calor a mi tristeza.
Tras tu silencio, más expresivo que una imagen fotográfica y que la elocuencia de los predicadores bíblicos, recorrí parajes ignotos de particular ternura y libé el agua fresca de cariñosos ríos y bienhechores manantiales.
¡Cómo amo tu silencio, amada, porque aprendí, al fin, a enmudecer!