Lolita se mira las medias caídas hasta el tobillo, caídas después de haber sostenido su cuerpo en la lengua somnolienta de Vincent. No le digamos a Lolita que Vincent ha muerto, dejemos que crea que en este extraño, encontrará el espejismo dibujado del primer rostro.
Un rostro que bebió en la precocidad vespertina de un dedo con leche.
Lolita, juego de niña en las grietas del cielo, juego del labial acumulado en la trastienda del beso dividido en partes iguales, en el rompecabezas amoroso del hotel de la memoria.
Lolita, corazón de rocío en la voracidad del agua, corazón de lince latiendo sollozante en la caldera de una cabaña.
Mi Lolita, espejo de cielo en la mar de noche, rodea tu amor, dibújale un círculo, prende tu vuelo y quema a los que hacen de ti el bodegón de amores perdidos.
Lolita se mira las medias, y en ellas encuentra el número de Roberto, escrita con la tinta indeleble del amor de turno. Amor de silencio, holograma en el disván arrendado al trabajo y a su acontecer de olvidos ya escritos. Quién los escribió, vaya usted a saber.
Pero no, a Lolita nunca le ha dolido la rivalidad del amor en esto que es de ella, en esto que se vive como cama en sus madrugadas de alfombras y bebidas desparramadas en su planta de climáx carnívoros.
No, a ella no le molesta, nunca le ha dolido. Es ahora su historia narrada por la frontera difusa de su Celeste conciencia.