ULISES CAPELO

Pecado mortal

Aún niñas las pupilas,
de sus ojos arrancó, su imagen,
aquella mujer parte de la familia,
que a la razón inquisidora del pueblo
no cabe.
 
Presente en su vida por afinidad
ligada a su sangre de ascendencia,
acrecentó a diario su gusto,
por esa infantil quimera
obsesiba, de amar a una señora
mayor, ajena,
de honra, respeto y apetencia.
 
Su sueño nació en la lóbrega
alcoba matrimonial de su morada,
cuando en infante inocencia
contempló desnudarse
a aquella mujer incauta
en poses repetidas de doncella.
 
Esa escena despertó su corazón,
colmó de a poco su pensamiento
asido a la idea de ser él
el que acaricie su piel
algún día de entrega infiel.
 
Eso hizo que pendiera
de sus movimientos,
a hurtadillas,
como novio en acecho
que frecuenta buhardillas,
observando por años
sus mudas, sus baños, sus placeres.
 
Conforme el tiempo, cambió el cuerpo
no así por ella su hálito,
dejando aflorar
insinuaciones de vista a sus antojos
que no calaban,
pues sus años aún estaban mozos.
Aquella,
nardo inalcanzable de perfectibles formas
cuidando su hogar,
ignorando sus contornos
vivió a sus cercas
contenidos deseos
que más de una vez humedecieron
sus entrañas, sus sábanas y sus sueños.
 
Tormentosos eran los cruces
con ella,
después de perderse
en la costumbre tempranera
de fisgonear su alcoba;
y ella,
percibiendo inadvertida
sus efluvios de deseos y miradas
acaloradas que cegaban
en imágenes irrealizables.
 
Era como un desangre
que podía terminar con la muerte
presagiada por la gente
que no podía entender
un sentimiento.
 
Ni un matrimonio con su hermana
de similar hermosura
pudo firmar el desistimiento
de ese profundo ensueño
que seguía creciendo
en la bravura.
 
Un día,
el del juicio final
se cortó en aplomo la pasividad;
la sentencia era la muerte
sin reparos ni enmiendas;
consumar lo prohibido en la carne,
no sólo era una afrenta,
también un pecado mortal.
 
Fijado en la buhardilla,
la alcoba encerró un aire
asfixiante de sepulcro,
adentro la señora,
la dama con traje oscuro
movíase lentamente
cual insigne demostración
de profundo luto.
 
Frente a su frío reflejo
que sostenía un escaparate,
soltó el moño en su pelo,
y tremenda cabellera negra
en oleada golpeó sus hombros,
y sobre su espalda se tendió un tapiz
de pura realeza
que le invitaba a seguir.
 
Resbalando su mano en la sien,
descubrió su pálido oído,
sacó con sutileza su pendiente
que tenía incomparable placer reverente
de besar su cuello fino.
Igual lo hizo
con su otro oído.
 
Afuera… él
desordenando sus pensamientos,
se fijaba en la cómplice ventanilla,
tembloroso por la incontrolable gana
de asaltar la soledad
de aquella desdichada.
 
Adentro… la mujer
contemplando su encanto,
uno a uno soltaba en su pecho
los botones de la blusa que ocultaban
sus ya no secretos senos,
pues los había observado tanto
que sabía lo que se hallaba
detrás de ese sostén blanco
que se confundía con la albura
de su torso tierno.
 
Sus hombros
cansados de soportar su peso
dejaron caer la blusa al suelo,
enredada los puños en sus manos
delgadas, blandas de princesa.
Entonces
se vio corto un destello
en la trémula mirada
del mórbido hombre en acecho.
 
Luego
en una mediana inflexión
levantó su bata hasta el muslo
mostrando la perfecta forma
de la basa que soporta su busto
cautivador.
Deslizó sus manos en su pierna
recogiendo la liga que tensaba
la transparente y opaca seda de sus medias,
hasta los tobillos de medida protuberancia,
en simétrica composición de sus dos jambas
clásicas y perfectas;
para después de repetida acción
en hábil danza y restregón de sus pies
liberarse del calzado y vendaje escurridizo.
 
En tanto,
posando sus manos en su cinto
aflojaba la escarcela
que ceñía siempre a su vientre
para guardar consigo pequeños objetos
que sentía muy amados.
Al caer,
bruñeron metales viejos,
cortamente esparcidos,
donde se dejó ver un soldado
de plata
de él, de niño,
que lo había perdido cuando joven
sin saber cómo ni por qué.
 
El decía
que así quería ser,
soldado de ímpetu y firmeza
para cuidar su amor por una mujer
de más grande riqueza,
poseedora de un amor recíproco al de él.
 
Saltó entonces la intriga
del por qué la señora llevaba consigo
la figura que creía su semejanza
entre los objetos más queridos;
acaso era de lo más bajo?,
acaso ella sentía lo mismo?;
él no sabía que ella
en su interior deseaba con ansias
que así fuera su marido
como él, como el hijo,
apasionado, seductor, tierno,
que lo miraba lejano y prohibido.
Ella también sentía lo mismo,
pero controlaba sus instintos
después de ser amada por completo
por su marido, que no era perfecto
como el hijo que había tenido.
 
La dama
prosiguió con su rito,
zafó el botón de su bata
y ésta chorreó como pergamino
roto
que hablaba de su nobleza,
que ansiaba, de sí sea despojada,
para vivir el ensueño que en su vida
se había vuelto camino de abrojos
cristales despedazados y espadas.
 
Los respiros se escuchaban tanto
entre la mansedumbre de la alcoba
cuales bufos de toro herido
en defensa de su existencia,
que arreciaban en eco sonoro y estimulante
a sus frágiles oídos,
debilidad de su carne.
Lo que había visto, si bien era igual
a lo por siempre admirado,
también era distinto;
la prenda de algodón
que ajustaba sus caderas
formaban algo inexacto
de asesino impacto visual,
en complicidad con el candor
de su delirante frente posterior.
 
Amplios glúteos contenidos
en justa mancomunión
con parte de sus abductores estrechos
que apenas dejan mirar
su quiebre sacro lumbar,
inicio del canal del deseo
que lleva a su esencia corpórea
e inmaterial;
también a la perdición.
 
Su desesperación se dejó sentir,
más cuando a través de la ventana,
el sol del atardecer dibujó su silueta
en el interior de la alcoba
sobre el cuerpo semidesnudo
de la hermosa dama,
y el borde derecho
del escaparate color caoba
junto al que saltaban alegres las flamas
de dos morados cirios.
Ella,
volvió su mirada a su diestra
y evidenció que era observada.
Sabía por quien,
y sin mostrar asombro
pretendiendo ignorar su presencia
continuó su indecencia.
Quería sentir por cada parte de su piel
el calor de sus miradas.
 
Llevó sus manos atrás
bajo el tapiz de su pelo negro,
soltó el gancho de su sostén
y en el espejo se dejaron ver
pequeños conos redondos
de flor y de miel,
adornados por minúsculos broches
de carne color de la negrura
ofreciendo en derroche
el néctar de sus conservados años.
 
Más abajo
su ombligo pulsaba en parecido
estertor de postrímera vida,
su vientre, la fuente de existencia
queriendo fraguar sus humores
con otros
de pretendida pertenencia.
 
Con sus pulgares tensó el elástico
de su más íntima prenda
y en pose de tentación adultera
pausadamente se liberó de ella
dejando a la intemperie su cuerpo
como Eva, en su paraíso terreno.
Brillaban en nácar sus miembros
movidos en tenues contoneos
que por ratos dejaban mirar
la púbica vellocidad de sus medios
impúdicos y de tormento.
 
La resistencia fue rebasada por el deseo,
sus instintos nublaron el pensamiento,
a un impulso leve se abrió la ventana
y se dejó pasar con mucha cautela
entre los maderos;
consciente que actuaba
como un delincuente contumaz
perdiendo la vergüenza en su faz
se acercó por detrás a ella,
levantó su muñeco en peso;
suspiró sobre sus cabellos;
en arrítmico resuello
posó los labios en sus hombros,
y en su cintura su mano de fuego;
siniestro tope que estremeció
su figura y su dignidad.
 
Aún sin querer mirar
el rostro de aquel intruso,
bajó sus párpados rojos
para dejar ahogar su gusto
que la inquietaba,
que la había convertido en esclava
de su efímera lujuria,
chorreada a sus anchas
en su lecho de “fidelidad”
respetada por la obligación
de ser mujer y consorte.
 
Mansa, sometida a su deseo,
la señora se dejó llevar por la pasión,
a la exquisita conflagración de su cuerpo;
giró de repente
y entre una loca confusión de besos,
despojó sus andrajos
al osado invasor de su cuarto,
en incontenible respuesta
de tan censurable acto,
asaltar la alcoba
de una mujer de respeto.
 
El intruso,
empuñando el soldado de plata en su mano
fue arrojado al suelo,
y sobre el tendal de ropajes diversos
revolcó sus instintos mancebos
en cópula incestuosa
con la dama del largo cabello negro,
transgrediendo la moral férrea
del pueblo hipócrita
ignorante de un sentimiento profundo.
 
Fue perfecto,
un proceso de consumación mutua
en los placeres del sexo.
 
La señora encerrando su rostro
en un cerco formado por su pelo,
en cóncava posición se posó
sobre el perverso hombre;
besó su frente,
besó su boca,
beso su pecho
como si escarbara
para descubrir sus adentros;
besó su abdomen
besó su pelvis
enalteciendo
la nobleza de su miembro,
besó sus muslos,
besó sus pies
en clara demostración de reverencia
hacia el poder de seducción
y encantos del místico mozuelo.
 
El, difuminó sus ansias,
sobre la piel de la bella dama
manchando su honra
y su reputación olvidada;
escribiendo una historia de amor
candente y sin escrúpulos
como un cuento de hadas;
pintando lienzos vivos
con salivas, sudores
y espesos líquidos de vida,
que adornaron su sensual esbeltez.
 
En geométrica posición horizontal
sobre el pasivo furor extendido de ella,
en el frío piso de madera,
el sagaz mozuelo
dislocó sus mandíbulas
bebiendo uno a uno los poros
de su capullo de seda,
chupando el néctar dulce
de sus fuentes maternas,
comiendo el fruto prohibido
sin medir las consecuencias.
 
Quebrantaron la costumbre
penetrándose en esencia,
la inspiración emanada del amor
fue la fuerza de variación
que hizo de la cópula
una indecente providencia
de apertura de la muerte
por el maleficio
que regó en el pueblo la gente
consumida por la envidia
la impotencia y el temor.
 
El calor en la habitación obscena
acrecentó
no sólo por la pletórica concupiscencia
que reinaba en su interior,
los pecaminosos olvidados en su entrega
desbordaron su pasión
ignorando el maleficio
que creyeron al final,
se trataba sólo de una leyenda.
 
La unión sexual en revuelo
por ratos carecía de control y mesura,
los estrepitosos vaivenes
de los ardientes cuerpos
no decrecían en consistencia
con el llegar de la penumbra,
en excitante alboroto
los cirios regaron su fuego,
el descontrol del sexo
atizó la hoguera
en que degeneró la impura habitación.
 
Después se vio una infernal escena,
llamaradas de voraz dimensión
consumían parte de la casa campera,
los gritos de desesperación
retumbaron por todo el pueblo,
allí las mujeres sólo murmuraron
con hipócrita voz y silencio:
- pecaron en incesto -,
mientras se persignaban repitiendo,
- Dios… no nos dejes caer en la tentación
y líbranos del mal… amén… -
aún muriéndose por dentro.