SOLILOQUIO.
Era una noche triste.
Una triste noche fue.
Tétrica noche de Mayo.
Oscuridad profunda.
La noche durmió sin luz
y el hombre con su cruz.
Hombre sin corazón.
Corazón sin función.
Meta sin fruición.
Voluntad que mengua.
Resequedad en la lengua.
Ventana que se cierra.
Odio y amor por lo incierto.
Una mujer un poco salerosa
que a su paso todo destroza.
Un detective en el desierto.
Recuerdo omnipresente
y omnímodo.
Contracción constante.
Razón punzante.
Coherencia cesante.
Punza que suspende el bombeo,
y consecuentemente
reseca los dedos,
y vacua queda la mente.
De los preceptos primigenios,
sólo quedan sus siluetas hechas con tiza
y, en medio de la escena
un cuerpo desgastado por la brisa.
Fricción entre punza y razón.
Una mujer destruyendo los hechos.
Una mujer sin rostro.
Una mujer sin nombre.
Un cuerpo buscando su lecho
para reposar.
Realidad silente,
un poco diligente,
a veces incongruente,
en fin,
tanta relatividad absoluta
para preguntar:
¿Cuál verdad? ¿Verdad cuál?
¿Verdad dual?