Nos embriagamos, bien mío, con ambrosía y néctar de los dioses que disfrutamos hasta el éxtasis.
Y como no podías levantarte, porque la ambrosía, libada hasta los límites de la inconsciencia, había debilitado tus fuerzas vitales, antes con una potencia de potro, después flácidos como la espuma, como la goma, como el niño, te tomé en mis brazos, fuertes todavía, y te coloqué tiernamente en el modesto lecho de mi covacha de sueños, llena de ti.
¡Oh, divina ambrosía, néctar embriagante de los dioses, que me permitió entrar a tu subconciencia para medir en calidad y cantidad cuánto de mi subyacía en ti y cuánto de ti subyacía en mi!
Y pude, bien mío, admirar todo el encanto y prodigio de tu monte de Venus poblado de misterios, de algas, de nocturnidad absoluta, de rosa negra única, de carbón a punto de ser convertido en diamante por el fuego.
Y un túnel tentador que no me atreví a transitar.
¡Ambrosía única de los dioses y de los enamorados!