Con ángulo apurado
los filos ligeros
muestran a la luna
sus perfiles enojados.
El coraje disputa al instinto
el momento del puntazo,
y dos guapos
exhiben en la noche,
los reflejos que pinta el acero,
del cuchillo y el facón.
Gotas trágicas, salpican el piso
y enrojecen al destino
de tragedia inutil.
Una daga se hunde en el pecho
y vuelve a la quietud del reposo;
la otra se queda quieta
en el frio del piso,
con los nervios impasibles,
de la muerte y el metal.
Una encuentra descanso
en la tibieza de la vaina,
la otra...
se queda esperando al lucero,
rendida sobre barro y adoquín.
Huye la luna,
cuando suenan...
los tambores palidos del alba,
hasta que se refleja la aurora,
en el coágulo oscuro,
del mojado lamparón.
Ya vienen los espectros
derramando final,
sobre el instante perpendicular,
del que se murio parado.
Y otro punto y coma
para la misma historia
que cuentan las dagas,
templadas en Toledo
para la criolla danza,
de la sangre del duelo.
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Adolfo