Te he visto, alada amiga, lanzarte cual saeta en la diana, desde la altura celeste de la bahía de Juangriego, para atrapar con la dureza de tu pico, al pez que navega bajo las aguas marinas seguro de que ningún pescador la pescará por su cercanía con la playa acompañada de bañistas, contaminantes unos, buenos ciudadanos otros.
Te he visto, alada amiga, descansando en la barca orillera del humilde pescador que ya ha faenado con la complicidad de las sombras de la madrugada y extraído de las entrañas del mar, a pocas millas de la costa, su trofeo de pescados y moluscos que saciarán su hambre, la de su familia y las familias de quienes adquieren el excedente de la pesca del día.
¡Qué imponente eres, alada amiga, que con tus compañeras alborotan el espacio, cerca del mar y lejos del cielo!
¡Qué soberbia eres, alada mía, blanca o gris, inmóvil en el aire!
Tienes, alada amiga, la audacia del gavilán y la visión kilométrica del águila!
Enséñame a volar, alada amiga, no para competir contigo en las artes de la pesca, sino para pasear a mi niña, ingenua y primorosa, por las nubes, como lo hace tú, como lo hacen tus compañeras.