¡Llueve, bien mío!
¡Llueve a cántaros!
Y cada gota de agua, bien mío, que derrama el cielo con generosidad es una bendición divina.
Y la lluvia nos hace sentir niños aunque tú seas primavera y yo otoño.
Y cantamos alocadas canciones.
Y saltamos como saltarines de circo.
Y nuestras ropas, fina la tuya, ordinaria la mía,
se empapan de agua de lluvia.
Y tu vestido parece de tul.
Y parecieras estar desnuda.
¡Me gusta, bien mío, bañarme en la lluvia porque regreso a mi lejana niñez!
Y la lluvia, copiosa y cantarina, llena de agua pura
el aljibe cuasi seco de mi covacha de sueños.
Y las plantas de la montaña, casi muertas ya por la inclemente sequía, reverdecen.
Y parece la montaña una gigantesca alfombra verde
tejida por los mil duendecillos que habitan
en la magia de la poesía.
Y los agricultores celebran la llegada de la lluvia
porque sus sembradíos no se secarán.
Y el río, escuálido por el verano quemante, recobra
su abundancia.
Y los pajarillos celebran con conciertos únicos
la visita de la lluvia.
¡Oh, lluvia bienhechora!
Heraldo de vida.