De pie al borde de un abismo,
con rocas que brotan cortando
como espadas ondeando al viento,
ya viajan los ojos escudriñeando
a lo lejos las luces de bullicio
de la gran e indiferente ciudad.
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Un pequeño niño que se abre paso
entre la agitada muchedumbre
que en apuro por las fiestas
miran con fervor aparadores.
Extiende su frágil mano,
toca pidiendo favores,
solo recibe empujones,
y uno que otro lo ha mirado.
En su rostro hay penuria,
el hambre se sonríe en su labio.
Le toca el hombro una dama
de ropas negras y risa helada,
pero que asoma en sus cuencas
la paz que es anhelada.
Lo lleva del brazo a su casa,
lo baña, lo viste y calza,
lo sienta a la mesa y canta
una canción endulzada,
le dice que esa es ya su morada
que no se preocupe más,
que ella estará para él
por siempre en la eternidad.
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Y yo que sigo parada
en la oscura inmensidad
de una noche que no acaba
ni puede volver a empezar.