He buscado en el camino de las piedras,
entre los verdes brazos donde vibra el trino,
he buscado en el límpido espejo tembloroso
en el que se desdibuja asustada la montaña.
He buscado y buscado, sin pausa ni descanso
la esencia primordial de una poesía.
No la hallé en la luna delineada en la escarcha del invierno
ni en los ojos del niño asomado en la ventana.
No la hallé en el umbral de la parroquia
ni en el ruidoso aletear de las palomas.
Se plantaron ante mí níveos gigantes
con vertientes de lágrimas heladas
y sendas con olor a sombras ocres.
Tampoco allí encontré lo que buscaba.
Se resecaba el ansia de los versos,
cayéndose las letras, una a una al fondo quejumbroso
del olvido. Y se inquietaban mis manos
mientras pálidas hojas mostraban renglones ondulantes.
Entonces mis ojos se volvieron a sus ojos
y al candor de su sonrisa, al tibio aroma de su piel
y al remoto y dulce timbre de su voz,
a sus pasos pequeños que besan la hojarasca.
Hundí mis dedos marchitos en mis pelos blancos
y me dispuse a escribirle a su ternura,
única inspiración siempre latente.
En una visión hecha poema, divisé su mirada hacia el Danubio,
su andar de mariposa por los bosques de Edimburgo,
llegaron hasta mí las notas vibrantes de su violín de Europa,
sus tiernos dichos con acento extranjero.
Y me adormecí entre la oda que imaginaba sus suspiros
en mi almohada y un amor inasible e indestructible.
Un amor que está hecho a mi medida,
tan manso, tan inobjetablemente lejano,
tan silencioso y solitario. Tan puro e ilusorio.
Un bello, bello sueño y esta poesía que mira las estrellas,
-las mismas que ella mira- y se pierde en el mutismo de la noche
aferrando su nombre que sabe a primavera.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.