Noté que un algo
me escalaba los huesos,
tal vez un alpinista metafísico,
tal vez un tigre equivocado de gacela.
A la altura de la espina dorsal
soltó una grey de mariposas
que revolotearon hasta los nardos
de mis nervios.
La sensación era extraña:
mitad rosa de agua,
mitad calambre prodigioso.
El fantasma de una flor
arrastraba sus espinas
por el césped de mi espíritu.
Sentí arder mi carne
y era invierno,
sentí nacer la lluvia entre mis labios
y aún nevaba.
A la tarde se le puso voz de trueno,
un raro escalofrío en las amígdalas,
traté de averiguar por qué temblaba
y solo me enteré que el sol dormía.
Sentí mi mirada atropellada
por un vagón de nubes y de ojos
y pude ver en medio de la calle
un ángel caído, desalado,
entonces pensé en arreglarle aquellas alas
frotando en sus plumas luz de astro..
Sentí, de nuevo, el filo de un relámpago
sajándome las venas por el pecho
tratando de ubicarme los latidos
al este de un sinfín de azaleas.
El crepúsculo se reescribía a lo lejos
en el lenguaje más oscuro de las sombras.
Un viento de plumaje azul marino
me trajo cuatro olas de los mares
para teñir de espuma mis geranios.
Les puse a mis párpados hebillas
para atarme las pestañas a mis lágrimas
pues era tan intenso aquel fulgor
que el ángel a mi lado despedía
que un signo inmaculado de pasión
me hizo que llorase de belleza.
Traté de hilvanar todos los pájaros
al vuelo de unas hojas amarillas
antes que una jauría de luciérnagas
tornase poste eléctrico a su árbol.
En medio de la calle aun con nieve,
un ser de otro mundo me miraba
con sus iris de terciopelo azogado
mientras en su boca rezumaban
golondrinas, abriles, telegramas
que pude leer a tiempo,
a ras del viento,
a pesar de mis pupilas zaheridas:
Amor. Stop. Amor. Stop. AMOR.
Entonces me di cuenta que era ella,
el ángel que soñaban mis estrellas,
el ser que me escalaba por los huesos
como un rosal de azufre enamorado,
quemando con las llamas de sus pétalos
la lluvia inverosímil de mis labios.
Me abrí de norte a sur todas las venas,
le hice un largo surco a mi costado
y mojando una pluma en mi sangre
escribí sobre su piel de nieve blanca:
“ Amor, yo siempre te he amado”.
Depuso sus dos alas en el suelo
y nos fuimos caminando a otra vida
cogidos de las almas por los pelos.
Los pájaros a las hojas hilvanados
volaban tras la luna adolescente.
Miré atrás y no había nieve
tan sólo el fulgor de un incendio tiritando.