Herido, bien mío, de tanta angustia, de tanta pesadumbre y de tanta dolencia, resolví sumergirme en mi interior, ese lugar especie de cofre que guarda todas mis vivencias, buenas o malas, desde que un llanto de miles decibeles anunció mi llegada al mundo.
Y encontré el libro de registro de mis primeros años, sórdidos y tristes, y temí leer sus páginas para no aumentar mi angustia con el recuerdo de esas primeras vivencias.
Y encontré el libro de registro de mi adolescencia, arrugado y marchito, casi sin ninguna nota, y no me atreví a leer nada para no magnificar mis dolores.
Y encontré el libro de registro de mi juventud, carcomido por el paso de los años, y no me atreví a leer ni un párrafo para no revivirla, para no atormentarme para no sumergirme en una tristeza que ni tú, bien mío, por más esfuerzo amoroso que hagas convertirás en alegría.
Y encontré el libro de mi adultez y leí algunas páginas: el nacimiento de mis hijos, el premio de poesía en el liceo Juan Vicente González, mi graduación de bachiller, y mi graduación universitaria.
Y encontré el libro de mi vejentud, con páginas recién escritas, y no quise leerlo para que mis manos temblorosas no pudieran manchar sus páginas de tinta y porque todavía me falta mucho por escribir.
¡Capítulo rico, bien mío, el de la vejentud, que concluiré con mi último aliento!