Y la boca se abrió y puso nombre
a lo que los ojos distinguían,
A los matices y a la deserción de ellos.
A lo que la nariz descubría,
al azufre, la resina y el incienso.
A lo que al oído llegaba,
al bestial rugido y al turbador goteo.
A lo que la piel juzgaba,
a lo manso y suave, al atrevido fresco.
Y siguió poniendo nombre
a emociones, a desconciertos.
Siempre queriendo definir lo indefinido,
como tomando campo sobre ello.
Y la boca nunca más pudo cerrarse
ante la perpetua, infinita fila
de cosas a nombrarse.