Cada día, amada primorosa, al levantarme, dirijo mis avejentados ojos hacia el cielo para extasiarme de la benevolencia del sol y agradecerle su brillante generosidad matutina, símbolo de vitalidad, símbolo de la luz, capaz de broncear la piel humana y producir energía lumínica para hacer que huyan las sombras y para que seque los granos de cacao y café que, luego de procesados, nos regalan sus exquisitos aromas.
Cada día, amada, les doy gracias, en extrema cantidad, a los dioses que protegen a mi tímida inspiración y me permiten que las musas iluminen el camino exacto de la poesía que vuelco en el papel, que tú lees ávidamente, como muchos otros lectores de muchas partes del mundo, en forma anónima, o abierta, con sus comentarios que incitan a seguir el sendero maravilloso de las letras.
¡Qué munificente eres, amada!
¡Que munificentes son quienes me leen con avidez, como tú!