Escribir se ha hecho un asunto penoso, créanlo. No hay una persona que deshaga ya mi anonimato, ni péndulos que recorran a mi corazón sin dejarle una nota recordando el día del entierro.
Intento mirar por encima de mi hombro a los escombros de mi circo. Mi circo era un espectáculo de pantomimas, herejías y clarividencias que se hacían con el fin de impresionar al espectador.
Ahora, soy la trapecista, el sacrificio, el animal acróbata, el payaso homicida. Mi circo siempre he sido yo.
Antes era más sencillo fabricar erratas en mis dolores, crear puentes entre mis tristezas, reprobar el desacato de ofrecerse ante la palabra, agonizar frente a los otros y a la vez, como un milagro, sacarse del costado la lanza para irse a remover la tierra de una fosa en donde yacen esos cadáveres que día a día matamos con el recuerdo.
Les digo, la poesía es una curandera experta. Un placebo que acogemos para sanarnos. Lo sabemos: ni hierbas ni dulces curan al enfermo salvo la levedad de su fe de santo por querer sanarse. O morirse entre la conciencia de no hacer nada y haberlo deseado.
Yo le di a la poesía todo lo que se le da a un niño pequeño: el amor incondicional, el repentino descuido , la ferviente devoción ante la mirada ajena, la enfermedad y la cura. Le di eso. Le di mi vida. Le di el oficio de madre prematura, de amante encendida en la voluptuosidad de la lluvia. Le di el salmo y la condena.
Y qué me ha dado ella?
Un espejo que me exigió que le devuelva.
Se levanta el telón:
Una mujer se encuentra a sí misma y teme desconocerse.