Oh mujer, vuelves a aparecer,
vuelves a estar en mis ojos
y te reflejas en mis pupilas.
Apareces contorneándote,
seduciéndome, aplastando cada pensamiento diurno,
para transformarlo en el sublime néctar
del placer nocturno.
Pasas a lado mío y me incitas con tus ojos a seguirte.
Con ese par de ojos de trigo, que con una mirada
petrifica mi pensar y me deja vulnerable a tus deseos,
expresados por la perfección de tus cejas definidas y nariz respingada.
Te das la vuelta y clavas tus rizos castaños en mi rostro, te sientas,
y con un sublime cruce de piernas prendes un cigarrillo.
El humo sale a través de tus labios
mezclándose con el ambiente y mi mente se consume
con el tabaco de la noche.
Es ya media noche y las palabras sobran a esta altura,
el silencio se apodera de la habitación sofocada de pensamientos políticos,
culturales, musicales, existenciales y de más,
que al momento de besarte fueron destruidos sin el más mínimo respeto.
Ahora es cuando la noche nos corrompe y nos desvestimos sin preámbulos
para mostrar nuestra esencia, obviando temores y prejuicios.
Te desplomas en mi cama y muestras tus delicados y pequeños pies,
que ahora no tan fríos, juegan con las sábanas blancas
en complicidad de tus muslos y pantorrillas y también tus bellas rodillas.
Mas esa no es toda tu humanidad, pues al enfrentarnos piel a piel,
tu esbelta cintura adorna mis manos
y tus suaves pechos marcan el ritmo de nuestra canción corporal,
que de un momento a otro se desvanece
haciéndome recordar que no eres real.