La orilla de tu cuerpo amaneció conmigo,
el sol fue desgajando las sombras
que la piel nos habitaban.
De lentos labios, tu boca atravesó mi aire,
fue sucediéndose la despedida,
marchaba también la cordillera del deseo.
Todo alejaba su círculo, adiós, adiós
sábana del vientre, adiós hojas del pubis,
se fugaba el beso en envoltorio de nubes,
no quedaba ni el rocío oscurecido,
ni la huerta florecida de tu espalda.
Quedaba yo con mis ríos secretos
y mi cascabel solitario. La noche había levantado sus dedos
en mi frente. Tu habías abierto para mí
la flor del edén. ¿Cómo retornar al cauce del mundo
luego de haber sentido la eternidad
en la niebla de los huesos?
Poco a poco el día desterró la memoria,
te alejaste en el desierto desolado del silencio,
allí morarías la penumbra, débil tallo
de cristal. Amor devuélveme el amanecer
precipitado de agua y flores,
entrégame de nuevo tu ilusión serena,
levántame el polvo de la nieve.
Has que reine tu espada en el valle
abandonado. Soy descendiente del viento
y la planicie, soy ave que al crepúsculo
sondea hasta acabar con los ojos
sin estrellas y en el alma obtener
constelaciones derribadas.
Has que retorne la sombra de luz,
a ti precipité mis días del estío
y ahora busco tu orilla de niebla,
incansable hurgaré desnudos jardines
hasta traer de nuevo tu sigiloso laberinto.