Entró en la casa, la vieja casona de San Isidro, ese lugar tan acogedor donde las cosas hablaban. Había cierto misterio, sus tiempos no eran los actuales y, sin embargo, se mostraban cotidianos. La singularidad de cada instante le daba frescura al ambiente. La historia se posaba en ella, estaba esperando un futuro insospechado con una carga emotiva impactante. Los rincones hablaban un lenguaje pasado y sin embargo había en cada frase un hoy renacido.
Era el piano, el primero, el mismo que comentaba los momentos. Ojos que se reflejaban vehementes, manos que se deslizaban desde el recuerdo, partituras que se esfumaban sin tiempos, viejos fantasmas que le brindaban sentido, una esencia perdurable que partía de la misma interioridad seducida.
El mantel de hilo estaba allí: había cubierto al piano desde el momento en que la abuela Ana intentó dar musicalidad al recinto. La vida comenzó a cobrar una nueva dimensión. La luz se refugiaba en los instantes de reflexión dándoles claridad a las imágenes emitidas.
En cada mirada había una historia. No era el piano tan sólo, ni el mantel, era la misma vida que había pasado y que le daba una indudable simbología a los hechos que subyugaban su pasión de ser.
Y seguía caminando lentamente en la sala y hasta una suave armonía comenzaba a renacer, a darle existencia a los cuadros, arañas, candelabros y ventanales. Todo indicaba la manifestación del piano, todo era historia, el hoy y el mañana que se desgajaban en evocaciones, presencias que se proyectaban vigentes. Leves espacios y senderos recorridos por la misma existencia que se había hecho dueña de sí.
El arte de vivir y de ser a partir de las cosas que le daban significado al devenir.
De repente, al volver la mirada, apareció la imagen de la abuela que cubría el espacio. Ana estaba allí impregnando cada rincón del lugar con su viejo mantillón bordado de encaje artesanal hecho a mano y con hilos de seda.
En el fondo de la sala sonaba el piano, lo hacía desde el recuerdo en el silencio del ambiente, como si fuera una música lejana, dulce y romántica, dispuesta para el alma.
La estancia, iluminada de sombras, de súbita muerte anunciada, de grises cortinas sucias y surgentes gotas de hastío.
Las manchas de humedad quedaban descubiertas como estiércol en campos de hierbas.
Una araña colgaba con luces de tibios herrajes sombríos; lienzos de sutil encaje sobre una mesa adormecida.
Recuerdos de amores sentidos que recorren las ventanas. Y el piano, una vez más aquel sueño que cubría de tonos oscuros la sala, con aquel romance cautivo por el tiempo pasado y un presente que guarda un amor en tinieblas.
Leños de chimeneas extintas, descascaradas paredes sin linajes y en el fondo aquel piano silente que emitía notas sin notas y armonías sin sonidos, sin tiempos.
Sólo un jarrón y flores mustias que adornaban sus recuerdos estaban allí, como alentando instantes, tertulias que adornaban el alma.
Cuadros de espectros, de caballos con crines negruzcas y un perro de yeso confinado entre oscuros rincones de espanto.
Y una sola mujer, ya anciana, llorando retratos perdidos, historias de amores pasados, amigos y hermanos ya muertos.
Triste, perdida en sus llantos, la anciana se hamaca en su silla entre las sombras de viejos recuerdos, con un ruido a clavijas oxidadas y las lágrimas por el suelo sin vida.
Alfombras oscuras, sin brillo, sostienen las pisadas de antaño y el ruido a silencio dormido que se extiende como sigiloso destino.
Él no pensaba en el pasado, todo era presente. El piano era el testigo, siempre estaba allí y nunca dejó de existir. Las cosas se identifican siempre donde desea aquel que construya su propia realidad, con su oportuno distintivo y el misterio que las rodee, dándole sentido a su entidad.
CARLOS A. BADARACCO
27/6/12
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