Nunca te he mentido, bien mío, ni nunca te mentiré, porque el amor, para que renazca cada día con más vigor, tiene que ser alimentado con el agua cristalina de la sinceridad.
La mentira, aunque se vista de blanco, rompe en mil pedazos los cimientos del amor, aunque estos sean fuertes como el diamante, como la roca o como la madera de teca que resiste los embates del agua.
Mi sinceridad se ha expresado, bien mío, cuando te he dicho, en la complicidad silente de mi covacha de sueños, que si en esta vida las convenciones estigmatizantes de la sociedad no nos han permitido ser una sola carne, en las otras vidas, si reencarnamos en una piedra, seremos tallados por un prodigioso escultor, si reencarnamos en un árbol, seremos tallados por un escultor famoso o por un ebanista insigne, y si reencarnamos humanos, nos amaremos en cada segundo, minuto, hora, día, año o centuria de nuestra existencia, pobres o ricos, famosos o anónimos.
Y tú has sido sincera conmigo, bien mío, cuando, cual se yo fuera un psiquiatra o psicólogo, has extraído de lo más recóndito de tu alma todo cuanto tienes guardado desde que llegaste al mundo: recuerdos gratos, recuerdos tristes, penas y alegrías.
Y yo te he oído, todo amor, y secado tus lágrimas con el pañuelo que tus manos elaboraron con tela muy fina.
Y nos hemos abrazado.
Y hemos firmado un pacto de amor no escrito para amarnos por siempre, a la distancia o en la cercanía, en esta vida y en todas.