Tú, amada necesaria en mi angustiada vida, con tu sapiencia milenaria, tu delicadeza de colibrí y tu ternura maternal y romántica, derrotaste mi soberbia de impertinente caprichoso, mi talante altanero cual guapetón de barrio y mi desdén hacia las cosas sencillas y de poco valor material porque las imaginé indignas de ti de estirpe noble y me ofrendaste, después de tanto empeño inútil, la humildad de San Francisco de Asís, el que le dio un beso al leproso, y la de San Onofre, el príncipe que abandonó el boato palaciego y los privilegios reales, para alimentarse, en el desierto, con los dátiles y el agua que les suministraba un ángel. Iluminado, como lo estaba, del verbo divino que luego difundió a sus prójimos.
Por ti, amada llena de virtudes, cambié mi principesco traje de gala por los harapos de peregrino en constante batalla, que siempre pierdo, con el camino que transito hasta agotarme para llegar al mismo sitio.
Por ti, amada de infinita cualidad amatoria, abandoné mi lujoso palacio para aposentarme, plácidamente, en la covacha de sueños que solamente tú y yo conocemos, donde, contigo o solo, medito, oro, reflexiono, escribo poemas que pocos leen por carecer de valores literarios, lloro, grito y canto.
¡Oh, divina humildad, que trajiste a mi vida, amada imaginaria o real, para encontrarme conmigo y reconocerme!