Yo quería tenerte antes de aprender a respirar.
Sanguijuela- desde cuándo es virtud poder hacerlo?
Acaso uno adquiere la destreza de la eutanasia y aprende a morir porque se quiere que la vida sea esto: un continuo exhalo y suspiro de rastros y rostros que se jubilan de nosotros cuando apenas empezamos a vivirlo.
La ceremonia fúnebre está afuera. Jamás había llovido tanto en una muerte. Sebastián cuida de los niños y no hay mucho por hacer. Salvo que los mangos caigan del árbol nos quedaremos contando de ése que se ha muerto. Muerte...
Has visto a la montaña nublada. Le has visto reposar a la lluvia en su cima y quedarse ahí, recostada. Juego de grandes diría la abuela que una vez inventé cuando la mía hablaba del nieto que nunca llegaba tarde al tejido plagado de alergias. Mi abuela es más bonita, tarareaba en mi cabeza y le ponía un puro de esos grandes y le dibujaba un lunar encima de la oreja derecha.
Muerte...resucita a Sebastian, los niños esperan el vaso de leche, la caja de mimbre y la cena tiene hambre de tu obsesión por las pasas. Nadie las come, las pasas se secan dentro de la alacena.
Sebastián me mira con esos ojos que contienen a dos venados muriendo por las luces de la carretera. Me tiene pena, siempre pensó que yo sería la que se lleve a los caballos a pastar lejos del hogar que no era nuestro. Yo amaba a Sebastián, lo mismo que una vez quise a David, lo mismo que quise a alguien que se ponía un esfero detrás de la ojera. A él lo quise más. Esperaba a la musa recostado en la cama y se la movía con tanto entusiasmo que se quedaba dormido antes de matar al amor como lo hizo Efraín cuando metió un conejo dentro de un microondas.
Érase un cuento de amor pero tuvimos que abandonarlo.
No había árbol ni mangos. Efraín tenía las manos de Sebastian a las doce de la madrugada, el alma de un esquizofrénico y ordenaba en yuxtaposición a las mentiras con las que se amparaba de su locura. Pero Sebastián no conoció a David, una vez lo vio en una foto y se rió de su quijada. La tiene como una rodilla doblada, se carcajeaba y luego hacía obscenas comparaciones entre ésta y el órgano femenino.
No hay niños, la casa está vacía. Sebastian dibuja el esqueleto de un marsupial en el mantel. Me molesta la taxidermia de sus dedos, su obsesión por exprimir la sangre y dejar a las muertos residiendo en su piel. Despierta a David, él llega a la hora justa en que un muerto ha olvidado el oficio de la eutanasia.
Rezamos frente al ataúd. Y si hubiera alguien dentro. Seguirían llorando?
¿Y si el muerto aprendiera a reir en su propio funeral?
Sebastian hace el esbozo del cuerpo de una mujer. Ella tenía las piernas más bonitas cuando la observábamos desde lejos, apostada en una carretera. Queríamos que fuera nuestra pero a Efraím le parecía ridículo nuestra virtud para engañarnos. Somos nosotros declamaba, ebrio, porque siempre estaba ebrio, los que deberíamos cogernos como si esto fuera el funeral de otra muerte.
Los niños regresan con la cesta de ropa, colmada de mangos. Los comemos gustosamente mientras esperamos que el funeral termine. Alguien ha muerto. Sebastián se ha ido a buscar a David que está ebrio y perdido en cualquier bar.
Dónde está Efraím cuando el oficio de la eutanasia se separa de su caja de oxígeno.
Yo querìa tenerte antes que recuerdes tu verdadero nombre