A la orilla de lo que existe
en el mundo, mi corazón
divisa una gota que cae,
precipitadamente en aquel
torrente de sol, entre esos
dos valles.
Mente con mente soy.
Corazón con corazón,
quieto, inocuo, miro a mi
alrededor.
Entre mis manos enlazadas,
una a la otra, como amante
con amante, como dolor con
color, se crea un techo a dos
aguas hecho de carne.
Sosteniéndose con muros
de mis brazos, temblorosos
están, y entre piernas se crean
de lo que baja desde arriba
de ese techo, desde
mis manos, charcos y mas charcos de
dolor.
Entre el canto matinal
de la ave, del estupor de
una flor que nace, en medio
de todo ello, está alguien,
alguien, mi otro yo.
Y entre árboles y malezas,
cubro mi cuerpo vehemente
desnudo de alma, lleno de
fulgor.
¡Dios mío, que vorágine
tan sordamente sorda!,
tan impetuosa ante la
pobre vida. Tan sorda
que aviva entre una
y otra costilla, que me agita
y agita a chopos de humo,
y a abejas aletargadas de sueños
vacíos.
Colmena sin miel,
mar sin agua, vida sin
sed, amor sin muerte.
Hombre sin esperanzas,
latidos sin motor.
Erguido me encuentro yo,
erguido y con un dolor de
pecho y sabor amargo
de lengua.
Recojo entre arroyos de agua
seca, entre peces de piedra,
entre sueños dormidos, algo virgen,
algo callado y sereno. Tan solo se
escucha de mi un gemido dado
al viento, representación
acústica de un tú que creía
perdido en mi memoria,
perdido ante la boca del olvido.