Un beso tuyo, niña mía, en los labios, en la mejilla o en la sien, aunque a distancia, aleja de mi avejentado cuerpo la tristeza más grande que me embargue, la dolencia más fuerte que me aqueje y la necesidad de amor que me acongoje.
Una sonrisa tuya, niña mía, presencial o virtual, me hace sentir, en cada porción de mi cansado cuerpo, el poder prodigioso del amor, capaz de vencer una tormenta, un huracán e insuflarle vida a una piedra.
El roce de tus delicadas manos, por mi frente, niña mía, cuando el fuego de la fiebre me hace delirar y el dolor de mi encanecida cabeza me atormenta y me hace sufrir a niveles insoportables, opera el prodigio de la sanidad.
Tu mimosidad, niña mía, cuando mi inspiración se amotina y no quiere derramar sobre el papel blanco cual mi mente las palabras perfectas que les proporcionen vida al poema, al cuento o a la epístola, vencen los obstáculos que los mantienen prisioneros y emanan prodigiosos textos a caudales.
¡Prodigiosa niña primaveral que iluminas mi ocaso!