El beodo narraba dificultosamente,
con hipos de agonía y vahos de aguardiente,
que él, residuo de hombre sin vigor ni decoro,
era el único dueño de un singular tesoro.
Y vi en su mano torpe, tal como una serpiente
de escamas de oro puro, una trenza reluciente:
su tesoro romántico, su reliquia (aunque ignoro
de quién era la trenza de cabellos de oro).
Y una noche de lluvia se colgó de una rama
y un rechinar de dientes epilogó su drama
de recorrer a tientas las brumas del alcohol...
Y allí lo vimos todos al inflamarse el día,
y en su cárdeno cuello la trenza relucía
cual si se hubiese ahorcado con un rayo de sol.