Cuando Miguel se va acercando
-a pasos cortos pero seguros-
al hoyo de su ordinaria depresión,
nota la lenta luz
-atravesando, violenta, las ventanas-
aumentar demasiado su fuerza
para sus lánguidos ojos
añorantes de una oscuridad primigenia.
Baja las persianas todas
para que no le recuerde tozudamente
que debe seguir soportando
la insoportable crueldad
de ser siempre él.
Porque a Miguel,
en los momentos en que siente
-nada metafóricamente-
que sus pies ya no tocan
suelo frío e inerte,
sino fango vivo
con el que hay que vérselas
para no caer antes de hora,
de nada le sirve
la bella palabrería de los poetas
ni las certezas de la ciencia,
ni mucho menos
el entretenimiento animal
de los mass-media,
o las falsas defensas
de su estructura neurológica
Le falta algo, pero ese algo no llega.
Resignación.
Esta vez también saldrá del pozo
aunque sea con las mismas mentiras
que antes no le han salvado de hundirse.
Y si ese algo llega
nunca será lo esperado,
porque eso jamás existirá
sino en su imaginación.