Inexorablemente, cada día, se produce el prodigioso acto de entrega del sol a las sombras de la noche y la noche al sol.
Entrega poética que se materializa espléndidamente con la aparición en el firmamento, mudo, de dos fenómenos naturales sublimes: el ocaso que todos perciben y la aurora, disfrutada solamente por los madrugadores que quieren beber agua clara y los labradores para comenzar su rutina diaria de cuidar sus cultivos.
En mi amada Venezuela dos ciudades, bellas ambas, musicales ambas y artesanales ambas, son conocidas por el crepúsculo heraldo de la despedida del día, Barquisimeto y Juangriego.
Tú y yo, dueña mía, hemos disfrutado, cuando las nubes traviesas lo permiten, el crepúsculo de Juangriego, que produce la sensación de que fuera el mar, y no la noche, el que se tragara al sol.
¡Maravilloso este espectáculo de luz que se resiste a morir!
Si yo fuera pintor, y no poeta, pintaría para ti, solamente para ti, amor, ese crepúsculo que nos ha deslumbrado con la brillantez de sus rayos, que se va extinguiendo como en cámara lenta, en lucha inútil.