Es la historia de una niña que soñaba con viajar,
con una casa bonita poderse quedar.
Desde muy chica jugaba con las piernitas colgando
por el hueco de las verjas, y sentada en el alfeizar
de la ventana soleada, mientras los railes miraba
esperando oir el pitido de ese tren que iba pasar.
Y cuando al fin lo escuchaba, se ponía muy contenta,
y abría mucho los ojos para ver las ventanillas,
gritar a los pasajeros que volvían de viajar.
Se asomaban las cabezas como intentando encontrar,
por fin, la estación cercana donde deseaban llegar.
Veía brazos agitados como queriendo atrapar
un poco del aire fresco que los ayude a llegar.
Y la niña se creía, que todos los pasajeros
le respondieran a ella, que los brazos agitaba.
Con cada vagón que se iba, que se perdía de vista
allá lejos, por la vía, creía haberse dejado
dentro un trocito de sueño, y que algún día, lejano,
cuando ya fuera mayor, podría juntarlos todos
en un precioso lugar, aquel lugar donde el tren
un día la dejaría, en su última estación,
en ese último andén.
Seguían pasando los días mientras la niña crecía.
Ya podía ir a las vías a recoger el carbón
quemado, que le tiznaba las manos y el corazón;
carbón lleno de agujeros como minúsculas cuevas;
y la niña imaginaba, que en cada huequecito había
unos seres diminutos que le gritaban pidiendo
los sacara de allí, porque ellos tambien querían
subir una vez al tren para ver nuevos railes
y llegar a otra estación, y no ensuciarse de negro,
mancharse de otro color.
Y por eso cada año, al llegar la Navidad,
ella cogíaesas piedras que no solían pesar
y las colocaba en casa, el hueco en el armario,
sobre el musgo y la arenilla, en una esquina y en otra,
rodeadas de ramitas de árbol tierno y de tomillo.
Era entonces, colocando las figuras del belén,
que su carbón y sus piedras y los minúsculos seres,
se convertíeran en montes con sus laderas nevadas,
y el musgo fuera una pradera correteada de ovejas,
pollitos, y de pastores., de ángeles y Reyes Magos.
Era su modo de hacer de ese mundillo su mundo;
ese bonito lugar que algún día alcanzaría
cuando subiera a su tren.
La niña siguió creciendo y se atrevió a caminar
a lo largo de las vías, de su casa a la estación;
poco a poco fue llegando, hasta esos pueblos cercanos
donde paraba a comer, sentada en algún andén,
en la ribera de un rio, en un banco del paseo,
en el cesped de una plazas, o ,en un bar,
encontrando su rincón.
Se llevaba en la mochila unas piedras del camino,
de diferentes colores, que luego guarda en su casa
para poderlas pintar: florecitas amarillas,
algún paisaje otoñal, muchas estrellas y soles, lunas,
una barquita en el mar, una torre de un castillo...;
muchas veces las pintaba casitas de madera y piedra
con porches llenos de flores y unos jardines
muy verdes, donde los perros corrían
persiguiendo alguna liebre o un ratón,
hasta perderlos de vista en las piedras del estanque,
o en las ramas de un llorón.
La niña se hizo mayor y de tren en tren viajaba
con su piedra en la mochila y llegando en cada viaje
hasta algún nuevo rincón. En cada tren una historia.
Ahora las ventanillas ya no se pueden abrir
para recoger el aire antes de llegar al sitio
donde quedarte a vivir; ni puedes sacar los brazos
para abrazar la estación, ni saludar a las niñas
que miran el tren sentadas en el borde de la vía
o asomadas al balcón. Pero no importa ya eso.
Desde que montó en un tren buscando nuevos lugares
para sentarse a pensar, y recorrió esos caminos
donde el tren podía parar, fue dejando esas piedritas
que antes solía pintar, para no perder el rumbo
por si debía marchar. Se encontró seres de ensueño,
noches de brazos abiertos, tardes de sol marinero
y arena fina de mar; se encontró montes espesos
donde tumbarse a mirar el cielo con sus estrellas
que la pudieron guiar. Y encontró un lugar muy bello
donde se quiere quedar, con su casita de piedra,
sus caminos para andar, sus seres de fantasía
que la vienen a buscar, su estanque lleno de peces
que relajan su mirar. Y en banco de madera,
siempre al amanecer, se sienta a escribir poemas
que otros puedan leer.