La huerta
¡Oh la huerta de Valencia con sus balcones al mar,
la cara mirando al cielo!
La huerta de mis amores
-surcos largos rectilíneos, elegantes, apolíneos-,
curtidos en desamores y de amor agradecidos,
los hay de muchos colores,
pero el verde y amarillo forman el manto divino
que adorna vuestra esperanza,
de vez en cuando una calva, algún campo de barbecho,
opcionalmente testigo para exigir su derecho
al descanso. Huerta llena de nostalgia
de arraigados moradores
-trabajadores fornidos los humildes labradores-
que aún exhiben con orgullo los aperos de labranza
y tradicionales vestidos. Sin tiempo para la holganza
y en mil lances aguerridos.
¡Plácidos campos dolidos
por la escasez de su sangre,
que claman incomprendidos!.
Donde el líquido elemento es un rey vil y cruento
que transita atormentado, algunas veces parado, las menos cauto y fluido
-arterias con contrapuertas, matronas siempre dispuestas-
para moderar el hambre
y saciar al mismo tiempo su endémico estado sediento.
Y en algunos aledaños
escondidas, expectantes, observadoras constantes
-las barracas y alquerías-
las tartanas y algún vestigio de antaño.
Que aunque parece dormida,
la huerta preñada, siempre despierta,
en constante fantasía esperando la cosecha.
¡Huerta de Valencia, hermosa, en tarde atornasolada!
¡Oh los naranjos en flor y de nieve perfumada!
campos blancos de azahar,
son como espejos de cielo tus húmedos arrozales,
el abrazo más erótico se palpa en tus naranjales,
apacible placidez que me transporta a la calma,
besos robados al mar
mediterraneo del alma.