¡Cuán primorosas son las nubes, cuán traviesas, cuán artísticas y cuán románticas!
Dicen los sabios antiguos que las nubes esconden a los dioses de los ojos perversos de los hombres para que no los abrumen con sus penas y calamidades.
Cúmulos, cirros y nimbos, capaces con sus artísticas destrezas de crear el rostro de los enamorados, un ángel que vuela plácidamente en su superficie parecida a un copo de algodón, un caballo, blanco, azul o rosáceo que se transforma a capricho en otro ser.
Arte efímero el que crean las nubes para deleitar a los espíritus sublimes, admiradores de la belleza fugaz o permanente.
Las nubes, cuando lloran, derraman sus lágrimas a la tierra para proveer de agua a todos los seres y producir el prodigio del reverdecer de las plantas para que en ellas fabriquen sus nidos las avecillas.
Pero las nubes a veces se enfadan con los hombres que depredan la flora y en castigo se alejan.
Y adviene la sequía.
Y los prados mueren de sed.
Y las aves sedentarias se vuelven nómadas para subsistir.
Y a veces las nubes, en su travesura, se colocan frente al sol para taparles sus rayos, e impedir que disfrutemos del crepúsculo, que cuando es en el mar, pareciera que el astro rey fuera engullido en el océano,